España cerró el año 2020 con un demoledor déficit de más de 113.000 millones de euros. Se trata de sumas provisionales, pendientes de la revisión de Bruselas. Las cifras definitivas serán probablemente de mayor bulto. Ocurre que en los últimos años los funcionarios de la UE suelen descubrir que el Ejecutivo se queda sistemáticamente corto en sus cálculos sobre la magnitud del boquete. En consecuencia, no tienen más remedio que retocarlos al alza.

El guarismo transcrito ya es en sí mismo descomunal. Significa que el conjunto de las administraciones españolas presenta dos características indeseables. Primera, es incapaz de cuadrar sus balances con un equilibrio adecuado. Y segunda, no consigue evitar, ni por equivocación, que el volumen de sus gastos se mueva a ritmo irreprimiblemente creciente y alcance unos volúmenes a todas luces desmesurados.

Si se desciende al detalle de los números, resulta que el descubierto del Gobierno sumó 84.000 millones, el de la Seguridad Social rebasó los 29.000 y el de las Comunidades Autónomas se situó en 2.300. En cambio, los únicos que mantuvieron el tipo son los ayuntamientos, con un pequeño superávit.

Tales socavones podrían explicarse por los dañinos efectos del Covid, que han provocado un desplome histórico de las actividades económicas. Pero semejante fotografía peca de incompleta. Es de recordar que, desde hace 13 años, los manirrotos políticos celtibéricos vienen demostrando una pertinaz torpeza para conseguir que sus cuentas arrojen un solo saldo positivo.

De hecho, a partir de 2008, cuando arranca la anterior crisis, las administraciones han acumulado un descuadre de casi un billón de euros. Esa mareante cifra no ha salido de debajo de las piedras. Nuestro país ha tenido que financiarla mediante carretadas de deuda, que se cargan a las espaldas de los contribuyentes. Los pasivos nacionales ya suman 1,3 billones y equivalen al 117% del PIB. Hay que remontarse más de un siglo, hasta 1902, para encontrar un agujero de similar tamaño.

La gestión de los cuadros políticos con mando en plaza no puede ser más deplorable. Gastaron con impávida desenvoltura un dinero que no tenían en caja. Y endosaron olímpicamente la deuda generada al pueblo llano, pero, sobre, todo a las generaciones futuras.

Si España fuera una empresa privada, estaría ya en quiebra o intervenida por sus acreedores. Por fortuna, el país goza hoy de la protección del Banco Central Europeo, que está comprando a manos llenas la deuda emitida por el Estado. Pero la política de caño libre del BCE tiene fecha de caducidad. Antes o después, alguien habrá de empuñar la tijera por nuestros andurriales y recortar a destajo los gastos desmelenados.