Entre tanta charlotada hay una constante que aúna desde hace tiempo a separatistas y comunes: la crítica furibunda a la figura de Felipe VI y a la Casa Real, no tanto por monárquica sino por española y ser, según afirman, el pilar fundamental del “régimen del 78”. La semana pasada el Parlament aprobó crear una comisión para investigar las posibles “actividades irregulares” de la monarquía, sus “negocios oscuros” y  sobre todo las “actuaciones destinadas a forzar el traslado del domicilio social de bancos, grandes empresas y multinacionales fuera de Cataluña durante los días posteriores al referéndum” en 2017. El discurso del Rey la noche de aquel 3 de octubre es algo que desde Ada Colau hasta Carles Puigdemont tienen grabado a fuego y no se lo perdonarán jamás. Su intervención evidenció que estábamos frente a una crisis de Estado mayúscula pero que el desbordamiento soberanista iba a ser contenido.

Como muy bien explica el profesor Josu de Miguel en una soberbia entrevista en la magnífica serie Conversaciones sobre Cataluña que nos brinda los domingos Manel Manchón en Crónica Global, ante el vacío de poder que se estaba creando en España por la incomparecencia del Gobierno de Mariano Rajoy, Felipe VI hizo uso del “derecho de discurso” convirtiéndose en el defensor de la Ley Fundamental una vez que el Tribunal Constitucional ya no podía contener la deriva separatista por sí solo. Sin esa intervención del Rey, no sabemos qué hubiera pasado pero sí lo que sucedió a continuación. Se cortó en seco cualquier posibilidad de abrir una negociación que pudiera dar continuidad a la estrategia chantajista de los desleales dirigentes de la Generalitat. Al día siguiente se produjo la estampida financiera y empresarial que puso al descubierto el pensamiento mágico sobre las consecuencias económicas de la independencia que habían propagado durante años desde Artur Mas hasta Oriol Junqueras. Y finalmente, el domingo 8, cientos de miles de catalanes salieron a la calle, evidenciando que cualquier intento de secesión nos llevaría a un escenario de enfrentamiento civil. En definitiva, frente a la creencia de independentistas y autodeterministas de que el Estado iba a tener que sentarse a negociar, y que por fin saltaría “el candado del régimen del 78”, Felipe VI alzó con su discurso un muro de contención en las horas más críticas.

Por ello no se lo perdonan y le someten a un acoso constante con numerosos desplantes en las recepciones oficiales, intentando que su presencia en Cataluña sea lo más incómoda y conflictiva posible. Separatistas y autodeterministas creen que el sistema institucional español tiene dos eslabones débiles, el territorial y la forma monárquica, a la que intentan asociar con la pervivencia del franquismo. Su hipótesis es que superponiéndolos donde no llegue el primero, alcanzará el segundo a provocar una crisis sistémica. Por eso no es extraño que el independentismo adopte un ropaje republicano para ganar simpatías dentro y fuera de Cataluña, mientras el autodeterminismo con Colau al frente se esfuerza en borrar los nombres de las calles monárquicas en Barcelona (en realidad, solo las borbónicas) y en pedir su abolición. El daño institucional no es menor, pero el acoso al Rey pincha en hueso.