Está bien visto lo que señalan algunos comentaristas sobre las reiteradas menciones a la Constitución en el último discurso del Rey, efectivamente llamativas. Pero creo que no se subraya debidamente el sentido profundo del discurso.

Veamos. El discurso ha complacido a todas las fuerzas políticas. A las derechas, porque leen entre líneas una descalificación de la amnistía. A las izquierdas, porque creen que fue una llamada contra la crispación en las calles, que les afea sus turbios pactos. Finalmente, otras formaciones minoritarias y secesionistas están encantadas con el discurso, aunque digan que ha sido “decepcionante”, ya que el único discurso del Rey que no les parecería “decepcionante” sería uno en el que proclamase la República. Que sea “decepcionante” les confirma en su previa “decepción”.  

De manera que todos han visto colmadas sus expectativas y con todas sus vaguedades e imprecisiones, el discurso consigue, una vez más, sus objetivos. Y esto tiene mérito, porque ese discurso es un género de retórica endiabladamente difícil, ya que tiene que callar sobre muchos asuntos, para no ser considerado partidista o intrusivo. ¿El Rey está a favor o en contra de la eutanasia, de la ley trans, de la subida de impuestos, del endeudamiento con Europa, de Marruecos o del Polisario, de palestinos o israelitas? ¡No puede decirlo, no debe saberse!

De manera que cada año se enfrenta a la paradoja de que tiene que hablar en público, dirigiéndose al pueblo, y hacerlo con convicción, pero procurando no decir nada. Sólo puede y debe referirse a los grandes valores morales, celebrar la permanencia del Estado, reconocer que nos enfrentamos a grandes dificultades, pero vaticinar que, como tantas veces en el pasado, las superaremos, y, finalmente, difundir con la presencia física y el decorado una idea de aplomo y de dignidad.

Como es lógico, las audiencias bajan, la gente cambia de canal a la segunda vez que oye la palabra “juntos”. Yo no, yo asisto hasta que pronuncia el Rey la última palabra. Intentaré explicar por qué.

Redactar el editorial de un periódico también es por definición pronunciar un discurso hueco, pero en esos casos se suele respaldar una opinión –la del dueño o del director–, de manera que no resulta tan difícil como redactar el discurso del Rey, para lo que se necesita un gran estilista del vacío.

Sucede que en realidad importa poco que el discurso sea hueco y retórico. Porque en esa pieza de oratoria lo único que de verdad importa es que se pronuncie, como cada año. Año tras año, desde hace 40. Lo único que aquí importa es precisamente la incesante repetición, tema que fascinaba a Kierkegaard, que le dedicó un ensayo, y por supuesto a Nietzsche, y es el tema de la tesis doctoral de Deleuze.

Siempre es mejor que el discurso del Rey sea hueco y superficial; aunque los comunistas digan que les ha “decepcionado” también les gusta, ya que les reafirma en sus convicciones apriorísticas: les parece que si el discurso está vacío es porque también lo está el trono. A mí, por el contrario, me parece que cuanto más vacío el discurso más lleno está el trono. Todos contentos.

Cuando el Rey se vio impelido a hablar con claridad para decir algo, en el año 2017, lo hizo, sin apresurarse, pero con diligencia, igual que había hecho su padre en 1981. Entre esos dos discursos memorables, años y años de retórica. De bendita retórica.

Como el lector sabe, la frase “ojalá vivas tiempos interesantes” es una maldición china, que ya sólo por el hecho de ser china es doblemente temible. Lo mejor son los tiempos aburridos y los discursos superficiales, cuyo verdadero contenido consiste, precisamente, en el hecho de pronunciarse, año tras año, tras año, tras año...