Con su proyecto de dejar extinguir TODOS los permisos para los pisos turísticos para noviembre de 2028, sin renovar ninguno, el alcalde de Barcelona ha tenido un gran acierto y da ejemplo a otros alcaldes de las grandes ciudades españolas. Bien por Collboni.

Los edificios de pisos, en Barcelona, no se levantaron para que se convirtieran en hoteles de paso sin vigilancia, que es lo que son los pisos de Airbnb y otras empresas semejantes. No sólo expulsan a los inquilinos tradicionales y más o menos fiables y responsables, no sólo encarecen exponencialmente el alquiler familiar o personal, no sólo convierten la escalera de vecinos en lugar de tránsito de gente desconocida, sino que a menudo, como sabe cualquiera que haya tenido la desgracia de tener uno cerca, se llenan de grupos de jóvenes de vacaciones que pasan las noches de verano bebiendo cerveza como si no hubiera un mañana, poniendo su música a todo volumen, riendo y festejando. ¡Actividades contra las que no tenemos nada siempre que las practiquen en su p… casa!

Respeto, pero no comparto en absoluto, los sensatos argumentos del colega que en estas mismas páginas define la medida de Collboni como un "Ataque de populismo". Otras voces críticas contra la sana medida parecen simplemente abonadas al "palo al sociata, haga lo que haga", o acaso al placer de ponerse en contra. Algunos esgrimen argumentos peregrinos en defensa de esos malhadados pisos. El Economista tacha la decisión del alcalde como "una cortina de humo", porque "la medida sólo aumentará el parque de alquiler un 3%". ¡Hombre, un tres por ciento no está mal! ¿No les parece? Por algo hay que empezar a paliar la tragedia de los alquileres disparatados. Decir que es un número relativamente pequeño es querer ignorar que esos diez mil pisos son sólo el principio: si se revalida su legalidad, la lógica más elemental dice que hay que conceder más permisos, no van a tener unos cuantos propietarios derechos a la especulación desorejada, y otros quedarse con las ganas.

Se advierte de que así sólo se incentivará un "mercado negro" de los pisos de alquiler. Pero eso, como bien sabemos, tiene fácil solución, con la denuncia de los vecinos y la multa correspondiente.   

Otras falacias denuncian que al poner el freno a esos pisos turísticos se ataca la libertad del arrendador, a su derecho a optimizar los beneficios de la propiedad, a la economía de mercado y a la ley de la oferta y la demanda. Son leyes y derechos muy sanos y respetables, pero también es un derecho comer y cenar cada día, sin necesidad de zamparse cada día una paella para diez y un jabalí. Leyes y derechos que conviene proteger, pero debidamente regulados. De lo contrario, en nombre de la sacrosanta libertad acabaremos proponiendo, como el señor Milei, la legalización de la compraventa de órganos humanos. Hombre, no.

Leo en las redes el caso de un tal Joan Rauet que se lamenta: "Hoy me han sacado del piso después de dos años y medio viviendo en Vilanova i la Geltrú, a la propietaria le ha parecido insuficiente el alquiler de 950 euros al mes. Nos ha sacado, ha puesto el piso en Airbnb por 172 euros noche, 5.160 al mes. Ya tiene todo el verano reservado. He tenido que volver a casa de mis padres". No conozco al tal Rauet, pero su caso es verosímil, y su queja, muy plausible. No está contento, y seguramente sus papás, tampoco.

Mientras tanto, la dueña especuladora, gracias a la multiplicación de sus beneficios, podrá tranquilamente pasar el veraneo donde quiera, en alguna bonita ciudad del mundo… alojándose, naturalmente, en un piso de Airbnb, del que previamente habrá sido expulsado algún otro Rauet.