He estado unos días en Guecho –Getxo en vascuence–, en Vizcaya (Bizkaia o algo así en vascuence), cerca de Portugalete. Sitio estupendo, y próspero, como todo el mundo sabe. Ahora bien, estos días los jardineros municipales de la localidad tienen reivindicaciones salariales y están soliviantados. Se han puesto en huelga, han dejado de cuidar los parques y jardines, y la húmeda temperatura de la región, donde las lluvias son frecuentes, ha convertido los jardines, antes aseados, en poco menos que selváticos. Frente a mi casa, el parque de San Ignacio es una jungla. Seguro que hay serpientes. Anacondas, quizá, no lo descarto. Allí había –supongo que siguen ahí, aunque ahora los cubre el sotobosque, como después de una hecatombe apocalíptica– unos columpios y otras atracciones para los niños. Es un paisaje propio de una novela antiutópica del buen Ballard.

La cosa tendría incluso su encanto si no fuera porque los jardineros municipales de Guecho son bastante combativos y hasta fieros, y, lo que es peor, madrugadores, de manera que cada mañana a partir de las ocho me despertaban con un ruidoso concierto de sus desafinadas y estridentes bocinas: la sede del ayuntamiento está al lado, y ahí es donde van los jardineros a clamar, de mañanita, sus sin duda justas reivindicaciones, por las que creo tener derecho a no interesarme. No, no me importa reconocer, a riesgo de parecer insensible, que la suerte de los jardineros de Guecho me importa un pepino. Ahora bien, el estrépito de sus bocinas no me deja indiferente. Es un estrépito sensacional. Me asomaba al balcón, veía el parque de San Ignacio, con sus plantas y hierbajos cada día más altos, y veía también a los jardineros tocando sus trompetas desesperadas y cacofónicas, y la única idea, elemental, que me venía a la dolorida cabeza, donde las neuronas y sinapsis, torturadas por el ruido, encogían por momentos y calibraban si no sería mejor desintegrarse, era esta: “Las plantas son silenciosas”.

Desde luego, es un pensamiento simple, pero consolador. Creo que con otras palabras lo formula Rousseau en sus Reveries d’un promeneur solitaire (Ensueños de un paseante solitario).

A diferencia de los animales, y al igual que las piedras, las plantas son sordas, de manera que las cornetas de los jardineros no les molestaban y yo las veía crecer, como quien dice ante mis ojos, a su antojo, la mar de felices –casi un palmo al día, diría sin exagerar mucho–, y me acordaba de las mencionadas Reveries, último y póstumo de los escritos de Rousseau, donde el ilustrado polímata, con el que por otra parte no simpatizo, explica cuánto le alivia el estudio de la botánica, en medio de sus angustias y preocupaciones, de su malestar vital y social: pues se consideraba “un hombre aislado, perseguido, solo contra todos”, sin saber si esto era así por culpa de alguna maquinación política o por “uno de esos secretos del cielo, impenetrables a la razón humana”. Algunos comentaristas creen ver en estas frases signos de algún tipo de afección paranoica.

“Heme aquí, pues, solo en el mundo, sin ningún hermano, sin conocidos, amigos ni más compañía que yo mismo”. Así comienzan sus promenades. En la séptima de ellas explica cómo su querencia por herborizar, su inclinación botánica, sus paseos por los bosques, su observación de las plantas, en las que poco a poco se convirtió en gran experto y dueño de una colección fabulosa, hoy propiedad de un museo de ciencias naturales, le proporcionaba gran consuelo, y recomendaba a todos los desdichados como él (¡si es que en punto a desgracia se le podía alguien comparar! ¡Quizá Segismundo!) que le imitasen, que se aficionasen a escuchar a las plantas, que son la más natural y tranquila forma de belleza y la voz callada de la madre naturaleza.

Pensar siempre fue para mí una ocupación penosa y sin encanto”. Al pensamiento, prefiere, pues, la reverie, el soñar despierto, el ensueño. La botánica no reemplaza el ensueño, sino que lo estimula y alimenta: “Me hace olvidar las persecuciones… Me transporta a ambientes apacibles (…) me recuerda mi juventud (…) y a menudo me hace feliz aunque padezca la más triste suerte que le quepa a un mortal”. Así decía, así, así, el quejumbroso filósofo de las Confesiones.

De Guecho fui a Barcelona, donde me instalé en el piso donde pasé la infancia. A intervalos del trabajo ante mi ordenador, salía al balcón y miraba hacia abajo: antaño el interior de la manzana estaba ocupado por los frondosos, románticos jardines de algunos vecinos y por los patios de un parvulario gestionado por unas monjas, y desde este mismo balcón se oían abajo los gritos y los juegos de la chiquillería, que son un ruido agradable, son la dulce voz de la inocencia que apenas empieza a ser pervertida por las enseñanzas de los adultos (idea roussoniana, por cierto). Se acababa el recreo, los niños regresaban a las aulas y los patios se sumían en un silencio melancólico. Al cabo de una hora se acababa la clase, los niños volvían a salir, a jugar y merendar el pan con chocolate, y sus grititos, su alegría, volvían a expandirse por el aire.

Luego las monjas vendieron el colegio y en el lugar de los patios de recreo se instalaron unos garajes, con unos potentes y ruidosos extractores de humo. En fin, la ley del progreso, lo típico, no me voy a quejar de lo inevitable. El caso es que entre garaje y garaje quedan todavía, aunque diezmados, algunos jardines, algunas macetas, algunas plantas, incluso algunos árboles. De más allá llega la cacofonía de motores y bocinas del tráfico por la calle Mallorca. Yo admiro de lejos las plantas, los árboles aquí, y allá, y un poco más allá, como vestigios de un mundo casi desaparecido. Los hombres y las máquinas hablan en voz muy alta, pero las plantas son silenciosas.