Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, ha logrado cambiar la vida de los ciudadanos de su país con una guerra implacable contra las mafias y pandillas. Encerrando a 70.000 delincuentes en sus megacárceles –sin atender a si se metieron en las mafias por necesidad, porque procedían de entornos míseros, porque no tenían ninguna alternativa–, ha devuelto la libertad a la ciudadanía, antes cautiva y aterrorizada.
A partir de esa paz es posible que germine una sociedad civil activa y eficiente, una economía funcional, que no dependa de las remesas de divisas que envían regularmente los compatriotas que tuvieron que emigrar a los Estados Unidos para sacudirse el yugo de los matones, y que aún sostienen la economía nacional.
De ese logro pacificador, casi milagroso, viene la inmensa popularidad de Bukele, y no sólo en su país. El Salvador no es como México, una “narcodemocracia” donde el Estado es un fracaso, la burguesía mantiene poco menos que esclavizada a la población indígena, que ni cuenta en las estadísticas, y se asesina sistemáticamente a los periodistas que se atreven a denunciar algún abuso. Ni es una dictadura comunista y corrupta como Nicaragua, Cuba o Venezuela. Bukele se ha convertido en un ejemplo en el Continente.
No cabe duda de que en la represión del crimen el Estado ha cometido excesos, errores y abusos, muchos o pocos, como siempre que se da grandes poderes a las fuerzas de represión. Algunas voces temen que todo lo que ha hecho Bukele no sean sino los primeros pasos hacia la instauración de una dictadura. No podemos negar que esto sea posible. Ni podemos meternos en la mente del presidente para saber si sus intenciones a futuro son tan pérfidas y maquiavélicas. Pero de momento el éxito de su política sin contemplaciones es infinitamente superior a sus fracasos o abusos, incluidos supuestos crímenes policiales en los severos penales.
Pero ahora, después de la fulminante pacificación del país mediante el aplastamiento de las “pandillas”, el equipo de Bukele se enfrenta al reto, decisivo, de qué hacer con esos presos. No se les puede eliminar físicamente, ni mantenerlos encerrados de por vida. Tarde o temprano habrá que irlos soltando, y entonces ¿qué pasará? ¿Vuelta a la casilla de salida? ¿Es posible reincorporarlos a la sociedad, convertidos en “hombres de provecho”?
De momento, El Salvador ha puesto en marcha el llamado “Plan cero ocio”, mediante el cual algunos miles –pocos, para empezar– de los cautivos menos peligrosos o sin delitos de sangre salen por la mañana de las hacinadas cárceles para realizar trabajos sociales, en función de jardineros, albañiles, peones camineros, etcétera, con los que reparan los daños que causaron y redimen sus culpas. ¿A esto se llama “trabajos forzados”? Bueno, pero seguramente es mejor que estar criando hongos en la celda.
El Gobierno ha tomado otras medidas que son claramente acertadas. Una tiene un valor meramente simbólico, la otra es más ejecutiva.
La simbólica: la ostentosa demolición del monumento al Che Guevara, que ultrajaba con su sola presencia la capital. Homenajes a los aventureros y terroristas como Guevara, no, gracias.
La segunda, un amenazador discurso de Bukele dirigido a los especuladores con los alimentos, que en el último año se han encarecido mucho, injustificadamente. Si al lector le interesa, puede consultarlo en la red:
“Sí, hay una inflación mundial, todos la conocemos, sobre todo en los alimentos, por lo que ya sabemos, el incremento del precio de los fertilizantes, la sequía, las inundaciones, etcétera, pero también hemos identificado abusos. Y si bien en estos abusos solo pueden recaer multas o sanciones administrativas, yo quiero recordarles a los señores importadores, mayoristas, distribuidores, y comercializadores de alimentos que están haciendo estos abusos, con la confianza de que no hay sanción penal por abusar de la gente, pero yo quiero recordarles a todos ellos que están también fichados por evasión fiscal, por sobornos, por para alimentos en contrabando, por meter alimentos en puntos no fronterizos, sino puntos ciegos, por sobornar a agentes de aduana, por declaraciones falsas… y esas sí son penales. Así que voy a hacer un llamado como el que le hicimos a las pandillas al inicio de 2019, les dijimos: paren de matar o no se quejen después. Pues yo le voy a dar un mensaje a los importadores, comercializadores, mayoristas, y distribuidores de alimentos, diciendo: paren de abusar del pueblo salvadoreño o no se quejen después. Porque todos están fichados, y todos lo saben. Ustedes saben los delitos que han cometido. No va a ser la multa. No se quejen después. Yo espero que mañana el precio de los alimentos esté más bajo de lo que está ahora”.
Naturalmente, al Gobierno no le interesaba (hubiera sido una irresponsabilidad) colapsar el mercado deteniendo por esos delitos más o menos menores a los agentes económicos que mantienen abastecido el país, pero si no tiene nada que perder –porque los alimentos son ya inaccesibles al pueblo– la tolerancia con la menuda corrupción –que es un aceite para que funcione razonablemente bien el engranaje de la economía, como explica Patapievici (por cierto, un intelectual incorruptible) no sirve de nada, y entonces da igual romper ya la baraja.
Esto, claro está, la mentalidad “progresista” no lo entiende (¡qué sorpresa!), y algunos de sus portavoces hablan de dictadura, de peronismo. También los ultraliberales se han llevado una sorpresa desagradable, ahora les parece que Bukele es un peligroso intervencionista que coarta la libertad de comercio, un sosias de Maduro. Es que unos y otros nunca se enteran de nada.