El verano de 2019 ha sido muy distinto al de 2017. Hace dos años el aeropuerto del Prat fue un caos, preludio del que vivimos en nuestras calles e instituciones a lo largo de los dos interminables meses siguientes. Este año parecía que agosto iba a ser igual o peor pues a la huelga del personal de los filtros de seguridad se le ha unido la del personal de tierra de Iberia y, para rematar, pilotos y tripulantes de Ryanair para presionar por las condiciones de su salida de la empresa, porque si algo está claro es que la base de Girona se cerrará y esta huelga sólo tiene como, lícito, propósito el mejorar las condiciones de los despidos. Y la verdad es que con contadas excepciones todo ha funcionado como un reloj, incidencias climatológicas, conflictos en el cielo francés y programación imposible de Vueling aparte. Probablemente sea un buen momento para plantearse el sentido de huelgas que tratan de secuestrar a los usuarios y consiguen todo menos su empatía. Además, en esta ocasión ni siquiera han logrado el efecto caos perseguido, por lo que simplemente hay trabajadores que han perdido parte de su salario, de momento para nada.
Y tras el verano, el otoño. Otoño que parece, ojalá, menos caótico que el de hace dos años, sentimientos de todo color aparte, y la verdad es que ya toca ponerse a lo de comer. No podemos permitirnos más un Govern que no gobierna y no tiene presupuestos. Es escandaloso que desde 2009 no se ha aprobado en Cataluña ningún presupuesto cuando tocaba, es decir antes de comenzar el ejercicio, y que los actuales son los que se aprobaron a inicios de 2017 (que no a finales del 16, como hubiese sido lo propio). Ni 155, ni procés, ni cualquier otra excusa: inoperancia e incapacidad de los políticos para ponerse a trabajar en lo que de verdad afecta a los ciudadanos. Y algo similar ocurre con el (no) Gobierno de España. Volver a repartir las cartas para que el resultado sea muy parecido no parece sensato, pero todo apunta a que vamos hacia repetición de elecciones, lo que hará que el presupuesto de 2020 no se apruebe hasta mayo como pronto, y mientras tanto seguiremos con las cuentas de Rajoy, aprobadas bien entrado 2018. Cuentas antiguas aprobadas por un gobierno diametralmente opuesto al que se supone gobernará en un momento económico radicalmente diferente al actual.
Tener las administraciones “a por uvas” no conviene en absoluto porque vienen curvas. La economía mundial se está frenando, y nos va a pillar sin capacidad de implantar medidas contracíclicas, ya que sin presupuestos no puede haber política fiscal.
Trump ya se encuentra en precampaña de reelección, con lo que va a poner todo muy complicado para rescatarnos de los líos donde nos haya metido como gran baza electoral, pero la guerra comercial con China pinta mal, entre otras cosas porque afecta de rebote a Alemania, país netamente exportador. Y cuando Alemania estornuda, el resto de Europa coge una pulmonía. Alemania se encuentra cerca de la recesión, y como no se lance a incentivar la economía, vamos a sufrir bastante. Todo esto si los daños no aumentan en el más que probable caso de una ampliación de la guerra comercial contra la propia Unión Europea.
Otra de las “gracias” de Trump es su relación con Irán. De escarceos en el estrecho de Ormuz podemos pasar a una guerra de dimensiones y consecuencias imprevisibles para la paz en el Mediterráneo y, también, para el precio del petróleo, materia prima que sigue siendo muy importante en nuestro día a día, digan lo que digan los visionarios, e indocumentados, genios que creen que es posible descarbonizar España en un pis pás.
El Brexit afecta muchísimo a los ingleses, pero también a nosotros. Y no es solo un problema de las grandes empresas, sino que también afecta al turismo, a los productores de fruta, a los transportistas y a los españoles que trabajan en Reino Unido, en la City; pero también a camareros, enfermeras o fontaneros, eso por no hablar de nuestras amadas Vueling e Iberia, parte del grupo británico IAG. A malas, podrían verse obligadas a dejar de operar vuelos nacionales y europeos, lo que generaría un serio problema para las comunicaciones por avión desde Madrid y, sobre todo, desde Barcelona.
El euroescepticismo es otra gran amenaza para nuestro bienestar. Los europeos nos necesitamos, porque país a país somos cada vez más irrelevantes, en un mundo donde el centro de gravedad se aleja irremediablemente de Europa, continente envejecido y con claros signos de decadencia. Italia puede desencadenar una crisis de deuda soberana que dejaría la crisis griega en un juego, somos incapaces de gestionar el serio problema de la inmigración, y en general no tenemos respuesta común a los grandes retos globales que deben afrontarse conjuntamente. Todo ello en un clima populista que nos invade, claramente alentado por los enemigos de Europa (que son todas las superpotencias en mayor o menor grado), cuyo objetivo es hacer añicos el sueño europeo.
Y pasar de la macroeconomía a la economía doméstica es en este caso muy sencillo. La venta de coches está cayendo en picado, la de pisos se ha frenado, y las cifras del paro en agosto han sido pésimas, con un incremento de casi 55.000 personas, lo que le convierte en el peor agosto desde hace 9 años. Ya no queda tiempo para revertir recortes, sino que toca estimular la economía antes de volver a recortar. La pregunta que hay que hacerse no es si convienen elecciones al Parlamento español o al Parlament catalán, si viene un tsunami democrático, otra fuga de Logan o un txirimiri otoñal, en definitiva, si son churras o merinas. Lo que hay que hacer es preguntarse quién narices nos gobierna, para qué les pagamos y qué van a hacer para reducir el impacto de la crisis que va a caer como una losa sobre nuestras cabezas en cuestión de meses, porque la receta de los recortes no se aguanta con la realidad actual, porque las familias, las empresas y las cuentas públicas no se han recuperado de la última larga y profunda crisis.
El mundo está cada vez más nublado, caen las primeras gotas, sabemos que va a diluviar y nosotros sin paraguas...