La derrota del procés anuncia una nueva etapa en la que deja de lado la frontalidad política y abraza la difusión de su pensamiento. De la ebullición pasaremos al fuego lento. Ciego, una vez más, el independentismo quemará sus naves en el juicio del 1-O y después relanzará su lucha en entornos más o menos próximos, tratando de convencer antes que de vencer. PDeCAT, CUP y ERC creen haber empezado este cambio en las universidades y en los foros de opinión, donde, francamente, ocurre todo lo contrario: se les teme por irresponsables.

Mientras tanto, la política internacional, ajena a nuestra eterna letanía, nos muestra a la rejuvenecida senadora norteamericana Elizabeth Warren dando una patada para abrir las primarias demócratas y disputarle después la Casa Blanca al ogro feo. Evitar un segundo mandato de Trump sería tanto como sacarse de encima a los políticos que arraigan el odio (Bolsonaro, Salvini, Orbán, las camisas negras, el escudo lombardo, la marca del Governo sombra que fundó Bossi, la República ritual con su inflación de esteladas y todo lo demás), amén de ofrecerle a Torra un aggiornamento estético para convertirlo en invisible. Uno se intranquiliza después de oír a la canciller Merkel decir que Alemania, ante el crecimiento del clima aislacionista, debe tomar más responsabilidad en el mundo para defender sus intereses; es decir colocar a Jens Weidmann (Bundesbank) en el BCE y mantener a sus generales en la OTAN, pagándoles el sueldo que les discute Trump; o sea, “seguridad y moneda”, como escribió Josep Pla hace casi tres cuartos de siglo.

Merkel no tiene nada que ver con el nacionalismo populista que recorre el mundo. La canciller seguirá siendo una buena garantía ante el Grupo de Visegrado, ante la Francia de Le Pen, la España del procés y de Vox, y ante su propia Alemania, la del AfD. Esperemos que, además, la Novena de Beethoven se imponga al empacho de himnos nacionales, especialmente aquí donde sufrimos a diario el paroxismo de TV3 con Els Segadors, un canto que han monopolizado el Govern y sus gentes. Hasta tal punto es así que pronto los desafectos tendremos prohibido cantarlo, como ocurrió en la Universidad de Tubinga cuando su rector decretó que solo tenían derecho a cantar el himno nacional germánico, el Deutschland über alles, quienes estaban decididos a reconquistar aquello que la Alemania Guillermina había perdido después de la Gran Guerra, y que solo se podía recuperar por medio de las armas...

Aquí, nuestra Gran Guerra, ha sido una versión unívoca del 1714, y su himno algo solo propio de la causa. El nacionalismo trata siempre de biologizar los sistemas de representación. Nuestros völkisch no se plantean la cuestión de sus ocho apellidos, pero nos quieren a todos frontalizados; dicen “ni derechas ni izquierdas”; “solo somos el ¡pueblo! ¡Un solo pueblo!, solo eso”. Malo, porque si nos olvidamos de la ideología, llegaremos muy pronto al valle tenebroso de la raza.

El nacionalismo resulta flojo en su capacidad de argumentación racional, tal como repite a menudo el ministro de Exteriores, Josep Borrell (Los idus de octubre; Casa del libro; 2017). Y de esa irracionalidad, parte la dificultad a la hora de difundir el constitucionalismo en los campus de nuestras universidades, que van camino de convertirse en “fortalezas fronterizas”, según las palabras que dejó escritas Ernest Anric, famoso antisemita y rector de la Universidad de Estrasburgo, durante la Ocupación. Aquí, en nuestros centros educativos, “las ciencias de legitimación” que ha utilizado el soberanismo son la historia y la sociología; el pasado y su justificación cuantitativa presente: la moderna demoscopia de los sondeos. Ahora empiezan a despuntar también la etnografía y la geografía. Por su parte, la economía es, de momento, una ciencia que solo describe el futuro bienestar de la nación independiente; el pesebrismo del país pequeño y rico, sin la rémora de España, tal como lo defienden sorprendentemente científicos como Ramon Tremosa y Xavier Sala i Martín. En cuanto al campo jurídico, existen ejemplos sobrados; el más rutilante es el de Viver i Pi-Sunyer, autor de la tesis de la doble legalidad (la Constitución española y las dos leyes de desconexión votadas en el Parlament el 6 y 7 de setiembre del 2017) envuelto en la excelencia académica del Derecho, sin hablar directamente de ideología, pero básico en la definición del enemigo común: la España del 78.

En la entrada de 2019, llegan vientos gélidos cargados de remordimiento, como en los dramas de Shakespeare. Con la nueva racionalidad, despuntan aportaciones que nos revelan una Cataluña abierta, emparentada en el exterior, “capaz de relativizar los mitos del destino de los pueblos, como ficciones condenadas a ser desmitificadas”, escribe Josep Ramoneda en el Prólogo de Historia mundial de Catalunya, (Ed 62) elaborada por 114 historiadores, bajo la dirección de Borja de Riquer. Es una oleada de exohistoria. Toda una garantía para escapar de las fabulaciones patrioteras, heredadas de la tradición romántica y de la sublimación de las naciones como única fuente de legitimación de las instituciones políticas contemporáneas. Esa mentira de la radicalidad democrática, inventada por políticos desmembradores, como Artur Mas o Francesc Homs, dos reliquias de gran enciclopedia escolar.

En las universidades, el silencio de los mejores empieza a convertirse en lenguaje y cae como un rayo en medio de la confusión. Donde se han impuesto las medias verdades del último lustro negro, se levanta una frontera crítica capaz de combatir la sinrazón, sin necesidad de esgrimir ninguna ideología. Éste es el pensamiento hondo que encontrarán los indepes en el mundo académico silencioso y silenciado por el ruido de la calle.

El todo vale con tal de defender el procés se está cayendo del andamio. Ya no se valoran los lebensläufe filo-germánicos, o currículos de pureza nacional que los indepes han copiado de la lejana Alemania confiada de Weimar. Al contrario, estas prácticas de formación de cuadros para un mañana victorioso de pañuelos al viento y botas de piel nacarada dan miedo. Las cátedras procesistas están en revisión, por no decir en caída.