A los seguidores del FC Barcelona empieza a mosquearnos la incapacidad de la actual junta directiva para alejar el club de la política. Sea cual sea la opinión de cada dirigente, harían bien todos los directivos si se dedicaran en exclusiva a la administración de la entidad en todos los planos deportivos y dimensiones que deben abordar. Ni el eslogan Més que un club o la sentencia de Manuel Vázquez Montalbán, cuando asimiló el Barça al ejército de un país desarmado, justifican que la institución trascienda hoy día de lo que es: un equipo de fútbol centenario, principal representante de la ciudad y de su marca en el mundo y un club capaz de aglutinar a una masa social tan heterodoxa y plural que reducirla a una sola opinión simplifica su propia existencia.

El constante degoteo de aproximaciones barcelonistas a la situación política catalana, con una sociedad dividida sobre las visiones de lo sucedido y ante las soluciones posibles, es una temeridad que Josep Maria Bartomeu debe erradicar. Que existan riesgos electorales durante su mandato como presidente o de cara a la sucesión es argumento insuficiente para coquetear con las presiones políticas que el club recibió y sigue soportando. Sería de gran interés y una muestra de firmeza que el presidente demostrara que su institución podría convertirse en mucho más grande, universal, estimada y cosmopolita si apartase su sensibilidad de un debate más local de lo que resulta su principal activo: una afición transversal e internacional.

Es sabido que Bartomeu se enfrenta a una oposición larvada y subterránea que tiene gran capacidad mediática e intereses económicos próximos al nacionalismo catalán, al que retroalimenta de forma sistemática. Sin embargo, mantener ciertas ambigüedades al frente del club es más peligroso de lo que parece. Si algún día afloran estos competidores y dan la cara de manera organizada, los actuales gestores tendrán serias dificultades para lograr la complicidad de una opinión pública que se siente confusa con algunos movimientos de los últimos tiempos.

Decir esto es inconveniente en cualquier momento, pero hay que hacerlo justo cuando el Barça atraviesa una feliz etapa deportiva que le inmuniza de problemas más propios de otros tiempos. Así que, encantados de poner al descubierto las vergüenzas al Madrid en el Bernabéu, pero lo cortés no quita lo valiente.

A Bartomeu y a los suyos no les gustó nada cuando Gerard Piqué, uno de los emblemas de la plantilla del primer equipo, lanzó un vídeo en el que Antoine Griezmann, anunciaba su renuncia a las propuestas del club para ser incorporado. Nunca se acabó de saber si aquello molestó porque Piqué usó una empresa de su propiedad para comercializar un contenido vinculado a los negocios e intereses del Barça o porque se enteraron por aquel documental antes que por otra vía. Se contó entonces que Bartomeu reprendió a Piqué, pero que el jugador se pasó la advertencia de la dirección del club por el arco del triunfo.

El excelente defensa central del Barça sigue empeñado en hacer notable su protagonismo personal. Ha sucedido con otros emblemas deportivos, el que fuera entrenador Josep Guardiola o el exjugador Xavi Hernández, pero tuvieron la decencia de evitar las referencias políticas mientras permanecieron bajo la disciplina de la institución. Piqué, sin embargo, ha realizado dos pronunciamientos con pocos días de diferencia sobre el juicio que se celebra en el Tribunal Supremo y en el que están acusados diferentes líderes políticos. Está en su derecho opinar como le plazca, es la riqueza y la esencia de la libertad de expresión, pero carece de cualquier lógica que se manifieste sobre esa cuestión, o cualquier otra, justo después de un partido de máxima rivalidad sirviéndose del interés mediático que despierta. Eso mezcla la libertad personal con el uso torticero de la propaganda política.

Desconozco si los jugadores tienen acotado por contrato cuál debe ser su papel público. Si no es así, debería serlo. La marca Barça está por encima de cualquier empleado y sólo el club, con sus propios sistemas y normas internas, democráticas, por supuesto, debería autorizar que sus estrellas tomen partido en debates públicos. Sus retribuciones son más que suficientes para que no contaminen en lo político, social o económico a la institución a la que representan mientras están bajo su manto. Igual que se les hacen recomendaciones idiomáticas, podrían incorporar estas otras y evitar que nadie ponga en tela de juicio la neutralidad e independencia de la entidad.

Que Piqué diga que el juicio es injusto organiza una corriente de afinidad favorable a quienes llevan meses poniendo en tela de juicio las instituciones del Estado y que ahora extienden su particular estercolero al poder judicial. Seguro que el Barça no comparte esas tesis, pero haría bien demostrarlo. Además, indispone a una parte de la sociedad española, y catalana también, contra el propio club. La carta publicada ayer por este medio de la esposa de un guardia civil es un ejemplo incontestable.

No conviene sacar el tema de quicio, cierto. Lo de menos es lo que diga un Piqué, por más popular y excelente deportista que sea. Su visión política ni está cualificada ni bien documentada, es visceral e identitaria, como sucede en la Cataluña nacionalista. Lo de más, en cambio, es que en la entidad nadie sea capaz de decirle bien clarito que su opinión la reserve para cuando no sea el representante de un club con poliédrica masa social. Vaya, que le recuerden que calladito estará mucho más guapo.