Las formas hispanas del haiku
El género lírico japonés, marcado por la condensación expresiva y la concisión poética, prendió en muchas de las mejores voces literarias de la tradición hispana, donde todavía puede percibirse su intensa reverberación
Fue José Juan Tablada el introductor del haiku en nuestra lengua, no sin tomarse algunas libertades. A su querencia japonesa le debemos muchas muestras de adaptación que, como en el caso de la escuela de Pound, H. D. y otros, privilegia la imagen. ¿Y qué, sino un paroxismo de la imagen, hallamos en uno de los más frescos haikus del mexicano? “Del verano, roja y fría / carcajada, / rebanada / de sandía”. Según Octavio Paz, su compatriota fue “el primero que adivina la llegada del nuevo monstruo, la bestia magnífica que iba a devorar a tantos adormilados: la imagen”. Tablada proyectaba publicar un libro que no llegó a ver la luz titulado De aztecas y japoneses, buena fórmula para representar las conexiones entre la poesía nipona y la del país en que más arraigó esta nueva-vieja poesía, con varios cultivadores que conocieron personalmente a Tablada y lo admiraron.
Secretario de la legación mexicana en Tokio, Efrén Rebolledo residió varios años en Japón, pero como señaló Paz (luego secretario de negocios en la misma embajada, año 1952), su visión del haiku resultó estorbada por la visión francesa y un gusto modernista bien distinto del de los originales nipones. El segundo terceto de su soneto 'Fuji-No-Jama', no obstante, entre la japonería y un aire gongorino consigue una poderosa imagen nacida de la observación: “y zarco delta de argentado pico, / resalta como espléndido abanico / en los brocados rojos del poniente”.
En este ambiente destacó el michoacano Raúl Ortiz Ávila, quien, aunque a sus brevedades líricas les impusiera un título y las eximiera del rigor versal o métrico, tiene gemas en las que el poema es como una adivinanza de la que el título constituye la respuesta. Así, 'Luciérnaga', de solo dos alas o versos: “La lamparita de Aladino / se ha extraviado en mi jardín?”
Al nacido en Sevilla (pero naturalizado mexicano) José María González de Mendoza, también conocido como Abate Mendoza, le debemos esta aguda observación sobre el haiku, aun reconociendo que ni él ni la mayoría de haijines mexicanos se atuvo a esa fórmula: “Su característica es ser sugerente: entre lo que dice y lo que quiere decir hay un vacío que salva la comprensión del lector; ese es su mérito y su encanto”. Suyo es: “En los alambres / golondrina posada: / la del paisaje”.
El también mexicano José D. Frías publicó unos Hai-kai en 1922 y luego otros más entre los que destaca este dedicado a una tal Lupe: “En tus cabellos / se apaga una luciérnaga: / mi pensamiento”. De Francisco Monterde, cuyo libro de 1923 fue prologado por Tablada, donde hizo un 'Elogio del buen haijin', es el muy visual 'Luna de Veracruz': “De las aguas / la luna saca a flote / la plata que se hundió con los piratas”.
Xavier Villaurrutia se acercó en Reflejos (1926). Pero no es japonés el empleo de título como en 'Reloj' (“¿Qué corazón avaro / cuenta el metal / de los instantes?”). Otros poetas del grupo al que perteneció Villaurrutia, los Contemporáneos, tuvieron igualmente coqueteos con el haiku: Carlos Pellicer, José Gorostiza y Rafael Lozano, que también los escribió en francés y con una disposición tipográfica que imitaba la japonesa. De entre los suyos españoles se puede citar, próximo a lo japonés en la iconografía al tiempo que se distancia en la inclusión del tema amoroso: “Silente / me contemplas extática / como en el templo Budha”.
Tras ellos, y ya en la generación siguiente pero poeta sin generación por su independencia y búsqueda de caminos propios, viene Octavio Paz, quien además de traducir a Basho hizo haikus propios (o algo semejante), como en 'Pleno sol': “La hora es transparente: / vemos, si es invisible el pájaro, / el color de su canto”. La concentración del haiku se manifiesta en no pocos poemas de Paz, proclive también, por occidental y mexicano, al poema largo o antihaiku (del que el país del águila y la serpiente tiene grandes ejemplos que van de sor Juana y su Primer sueño, en una época en la que esto no era infrecuente, al Gorostiza de Muerte sin fin o, colmo de la extensión, David Huerta en Incurable).
Juan Ramón Jiménez no los escribió declaradamente, pero se aproxima a ellos en el amor a la naturaleza y la concentración lírica, como en este breve poema de De ríos que se van: “Cuando esté con las raíces, / llámame tú con tu voz. / Me parecerá que entra, / temblando, la luz del sol”. Manuel Machado compuso unos 'Hay-kays' que solo con gran benevolencia cabe calificar de haikus, a los que solo recuerdan en la delgadez del verso (nada en la óptica del poeta, que en su caso tiene muy presente al yo y nada a la naturaleza). Su hermano Antonio incluye en Nuevas canciones (1925): “A una japonesa / le dijo Sokán: / con la luna blanca / te abanicarás, / con la luna blanca / a orillas del mar”. También, maestro de la forma breve, dejó algunos potenciales haikus.
Valle-Inclán se burla del famoso haiku de Basho sobre la rana que se zambulle en un estanque en una de sus obras teatrales, pero no hizo ninguno de nuevo cuño. Juan José Domenchina es autor de este que, disciplinado en la métrica, no se libra de la manía hispánica de asonantar el primer y tercer verso: “Pájaro muerto: / ¡Qué agonía de plumas / en el silencio!”. Su esposa Ernestina de Champourcín dio a la estampa Hai-kais espirituales en 1967, con sesgo religioso. Guillermo de Torre y Francisco Vighi hicieron también sus pinitos (por no decir cerecitos, árboles tan profusos en los poemas orientales). Del segundo es esta definición del haiku escrita en un haiku: “Hai-kai, verso japonés: / todo el paisaje en el espejo / de una gota de agua”.
El ultraísmo, con la poesía de vanguardia, tendió a la imagen fulgurante, y en muchos casos, explícita o implícitamente se acerca al haiku, como en los casos de Adolfo Salazar, Antonio Espina, Rogelio Buendía, Adriano del Valle e Issac del Vando Villar (autor de un libro titulado La sombrilla japonesa). Enrique Díaz-Canedo, traductor prolífico, hizo mucho por la difusión del haiku y él mismo escribió algunos valiosos, como este de 'Haikais de las cuatro estaciones': “En la capilla de la noche / velos de nieve. / ¡Primera comunión del invierno!”.
En prácticamente todos los poetas del 27 hay también momentos de aproximación al haiku mediante sucintos grupos de tres versos (o poco más), que se pueden espigar de la obra de Lorca, Diego, Alberti, Guillén, Prados o Cernuda, que escribe tres en 'Bagatela' (el primero es “Como un pájaro de fuego / la luna está entre las ramas / del enebro”). Y aún muestra otra pincelada en el poema 'Un momento todavía', al que corresponden estos versos: “Por la rama del pino / japonés brota un trino: / Pájaro ya en su nido”. Llama la atención que en ambos poemas vibra, aunque no se aprecie en estos versos citados, una nota de humor, algo no frecuente en la obra del sevillano.
Pero no son México y España los únicos países de nuestro idioma que sienten la llamada del haiku. No se pueden omitir en esta efervescencia primera nombres como el del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, que en 1906 dedicó un artículo a la poesía japonesa y poco después los libros de prosa El alma japonesa, De Marsella a Tokyo y El Japón heroico y galante (este ya en 1920). Paraguayo fue Manuel Ortiz Guerrero. En Pepitas (1930) hallamos este escueto brillo al que para ser haiku cabal le estorba, una vez más, la rima: “Su majada de nubes trae la luna / y… pasa sin mojarse / por la laguna”. El ecuatoriano Jorge Carrera Andrade llamó a los suyos microgramas, y dejó excelentes muestras, como este que queda mejor sin el título con el que lo cargó: “Caracol: / mínima cinta métrica / con que mide el campo Dios”. En Argentina escribieron haikus Eduardo González Lanuza (“No hay silencio mayor: / dormido en el azogue, / un gato blanco”) y Álvaro Yunque, autor de 100 haïcais y un soneto. El peruano Javier Sologuren: “Cerrado cielo. / En una callejuela / se rasca un perro”.
Bien tardíamente respecto de los autores ya citados, el uruguayo Mario Benedetti confiesa en el prefacio a Rincón de haikus que llegó al haiku a través de Julio Cortázar, cuyo libro póstumo, Salvo el crepúsculo, toma prestado un verso de un conocido haiku de Basho en traducción de Paz: “Este camino / ya nadie lo recorre / salvo el crepúsculo”. Benedetti utiliza el haiku como vehículo para el pensamiento y hasta la crítica social, pero de vez en cuando alguno accede al centro atemporal de esta forma, de este fondo: “Las hojas secas / son como el testamento / de los castaños” (le sobra el símil, un verdadero haiku sería más inmediato).
Borges, que además escribió algunas tankas, dejó diecisiete haikus en La cifra tras un viaje al Japón con María Kodama (a quien va dedicado el libro). “El hombre ha muerto. / La barba no lo sabe. / Crecen las uñas” es uno de ellos, bastante borgeano por su inquietud metafísica. Más en la línea tradicional del haiku es este otro, pese a la segunda persona empleada como primera: “Lejos un trino. / El ruiseñor no sabe / que te consuela”.
Volviendo a España, hay que decir que tras la Generación del 27 el haiku se remansa hasta la generación de los ochenta, cuando empieza de nuevo a ser escrito con cierta frecuencia y convertirse en el fenómeno extendido que es en la actualidad, con tantos nombres que se hace difícil hacer una lista, aunque esta sea tentativa. Frutos Soriano reunió, con Susana Benet, una antología en La Veleta, la selecta colección granadina que cuida Andrés Trapiello. Su título, Un viejo estanque, homenajea a Basho. Ambos, Soriano, y Benet, los han escrito ellos mismos, como Josep M. Rodríguez, que coordinó un monográfico de Ínsula (870, julio de 2019). Llama la atención que la revista del hispanismo haya llegado a dedicar un número a esta forma ya no solo nipona.
En tiempos recientes los han publicado Luis Alberto de Cuenca, José Luis García Martín, Aurora Luque o Manuel Lara Cantizani, y muchos poetas que han venido después. Tanto es así, que hoy habría más bien que hablar de quiénes no han escrito aunque sea un único haiku. Van algunas muestras como despedida: “Para el aroma / nocturno del jazmín / no hay alambradas” (Miguel d’Ors); “El abejorro, / a un lado del cristal. / Al otro, el gato” (Susana Benet); “Dos granitos de arroz / se alimentan de mí. / ¿Se quedarán con hambre?” (Jesús Aguado).