Cuando, hace dos años, mas de 150 intelectuales y activistas firmaron un manifiesto contra la cultura de la cancelación, estalló una polémica sin precedentes que vino a avalar las advertencias de estas personalidades. Noam Chomsky, Gloria Steinem, Margaret Atwood, Salman Rushdie y J. K. Rowling, entre otros, venían a decir que la presidencia de Donald Trump era una amenaza para la democracia, pero que la respuesta que se daba en muchas ocasiones caía en el dogma y en la coacción ideológica. Algo que la extrema derecha estaba aprovechando en su favor. Un efecto bumerán, en definitiva, que alerta de las consecuencias de una excesiva ideologización.

Salvando las distancias, la gestión de Ada Colau al frente del Ayuntamiento de Barcelona se ha caracterizado desde sus inicios por un dogmatismo que ha favorecido el populismo y la intransigencia. Esta semana se anunciaba una candidatura a la alcaldía de la ciudad que, sin modelo de ciudad, sin programa político, se presenta como anticolauista. Desconozco quién está detrás de esa lista de detractores de la alcaldesa. Como tampoco puedo calibrar sus posibilidades de éxito. Quizá es una anécdota en tiempos de precampaña. Pero que haya personas, entidades o partidos que exhiban la etiqueta de anticolauista demuestra hasta qué punto abusar de los personalismos y las doctrinas genera polarización.

Cómo no iba a generar simpatía en 2015 una activista que defendía el derecho de la vivienda, joven y sin vicios políticos. Cómo no iba a suscitar una marea morada de apoyos, sobre todo metropolitanos, cuando los barceloneses vivían todavía los efectos de la crisis financiera, la gran recesión y los recortes del gasto público. Muchos fuimos tentados. La nueva política, tal como había hecho Ciudadanos por la derecha, irrumpía en la vida española por la izquierda de la mano de Podemos. También en Cataluña, donde el 15M había creado escuela entre los independentistas en su asedio al Parlament de 2011. Artur Mas, que había aterrizado ante las puertas del hemiciclo en helicóptero para saltar la barrera de los antisistema y anticapitalistas, se convirtió en el alumno más aventajado de esas formas de movilización social.

Lo de Mas es historia, pero Colau aspira a un tercer mandato sin haber distinguido durante estos siete años como alcaldesa entre el activismo y el cargo institucional. Entre la ideología y la gestión.

Colau no quiere coches ni turismo ni ampliación del aeropuerto. Relativiza los problemas de seguridad, incivismo y suciedad que hay en Barcelona, y asegura que el ayuntamiento no puede, por sí solo, garantizar el derecho a la vivienda. Podríamos coincidir con ella en todos estos aspectos, conocer sus motivos, empatizar incluso con algunas de esas causas. Pero el problema es que, y ahí está el dogmatismo, a Colau le cuesta dialogar. Le cuesta empatizar con los agentes económicos y sociales que ella considera enemigos o, como dijo en una reciente conferencia, defensores de un modelo caduco.

En esa resistencia a negociar o, al menos, a atender las razones del adversario, desconocemos cuál es en realidad su modelo de ciudad. Colau elude el debate sobre el aeropuerto, hermanándose con Ámsterdam, como si ambas ciudades fuera comparables en lo que respecta al flujo aéreo. Colau rechaza el turismo masificado, pero apenas tiene interlocución con sectores como el hotelero o el de la restauración para fomentar la calidad de la oferta, poniendo en el mismo saco al Ibex y la pequeña empresa. Quiere quitar protagonismo al coche, sin que en estos dos mandatos haya sido especialmente proactiva en promover la gran Barcelona, la que soñó Pasqual Maragall, la que genera sinergias metropolitanas en materia de transporte público, movilidad y vivienda.

Sí, en vivienda. La alcaldesa no quiere reducir el IBI porque, dice, no sirve de nada. Los impuestos sostienen el gasto social destinado a los más desfavorecidos, pero ante la crisis habitacional, no sería descabellado hablar de una reducción de ese impuesto municipal. O al menos plantear el debate. No todo es blanco o negro.

En fin, que la líder de los comunes nos lo está poniendo muy difícil a quienes defendemos la duda y la razón ante el dogma. Pero está allanando el terreno a una extrema derecha que se mueve bien en el terreno de la ideologización.

Dice la edil de Barcelona que ha puesto fin a la cultura del pelotazo. Y ahí es cuando se nos escapa una sonrisa al constatar que, efectivamente, son otros los que acceden ahora a las subvenciones y los cargos eventuales del ayuntamiento. Ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro también es populismo.