Permítanme que les cuente una historia: había una vez un dirigente político llamado Artur Mas que llegó al gobierno de su comunidad al grito de “somos los mejores” y asegurando que todos los miembros de su equipo, además, llevaban una tarjeta en la americana que les acreditaba como insignes representantes del club de los business friendly.

El que fuera presidente de la Generalitat se encontró una administración que gastaba mucho, ingresaba poco por la crisis y, para más inri, tenía un alto endeudamiento acumulado que debía pagar con regularidad. Como era un tipo inteligente, políglota, astuto y hasta guapito de cara, tomó dos decisiones trascendentales para el futuro de su país. La primera de ellas fue lanzarle un órdago al Gobierno de España en materia económica: o me pagas más y me das un concierto económico como el vasco o te saco a la gente a la calle y te agito el independentismo catalán y verás qué lío te monto.

Cómo acabó (o cómo se mantiene este asunto) no necesita abundamiento, es de sobras y por todos conocido. Nos centraremos, pues, en la segunda gran medida estratégica que adoptó: venderse el patrimonio común.

Como era necesario cumplir con un ajuste severo del déficit público para recuperar la confianza de los mercados en la economía y disponer de financiación para la administración, Mas y su valido económico Andreu Mas-Colell decidieron desprenderse de una parte de las infraestructuras públicas y de los servicios que llevaban asociados. Era tan liberal el entonces presidente de la Generalitat que no hicieron falta grandes justificaciones. Lo privado es más eficaz, cosa que acostumbra a resultar cierta en administraciones tecnocráticas e hiperfuncionarizadas como la catalana, y el bien común (la nómina de los funcionarios, por ejemplo) lo hacían necesario.

A los catalanes la ilegal privatización de ATLL promovida por Mas, Mas-Colell y Recoder nos habrá costado dinero y quién sabe cuánta eficacia en la prestación del servicio acabaremos perdiendo

Los túneles del Cadí y de Vallvidrera pasaron a manos de Abertis y ATLL, la red que transporta el agua desde los ríos hasta los municipios (Aigües Ter-Llobregat), acabó siendo concedida a la constructora Acciona. La privatización de las aguas, de su distribución, era una joya pública. Se vendió por casi 1.000 millones de euros y la empresa adjudicataria avanzó unos 300 millones de aquel concurso que fueron agua de mayo para las arcas públicas. El adelanto pagó las nóminas de diciembre de 2012 y toda la cifra rebajó el déficit de la Generalitat en unas décimas. Hasta aquí todo más o menos discutible, pero correcto.

El problema es que el contrato fue a parar a Acciona, una constructora madrileña que no tenía apenas actividad en el negocio del agua, y que su competidor francés-catalán (Suez-Agbar) dijo desde el primer momento que aquello había sido un concurso irregular. Lo dijeron ellos, que eran afectados por perder la concesión, pero también lo dijo un alto funcionario de la propia Generalitat que era el encargado de velar por la claridad, la transparencia y el rigor de las contrataciones públicas. Agbar se sintió vejada por los entonces rectores del Gobierno catalán y decidió no callarse. Sabía que iniciaba un proceso largo en los tribunales, pero que le asistía la razón. Las sentencias de instancias inferiores de la justicia fueron cayendo una tras otra señalando que Mas, Mas-Colell y Lluís Recoder habían hecho algo que era, cuando menos, irregular. Hoy, además, ya se puede decir que también fue ilegal.

Sobre aquella millonaria privatización se han vertido ríos de tinta (les recomiendo el libro de la periodista Cristina Farrés titulado Aguas Turbias), pero Mas decidió sostenella y no enmendalla. Quizás pensó con su demostrada astucia que cuando el Tribunal Supremo acabara resolviendo sobre la cuestión habría pasado tanto tiempo que nadie recordaría su gestión en aquel asunto. Quizás pensó, chi lo sa, con el talento mostrado en los últimos años que las empresas en litigio habrían llegado a un acuerdo entre ellas suficiente para hacer decaer los procesos judiciales abiertos o que, y ahí acertó, ni él ni ninguno de los que le acompañaban, estaría ya en política cuando los jueces le afearan la conducta. ¡Bingo!, una de tres.

Ahora, con la sentencia sobre la mesa, estaría bien que el periodismo metiera la nariz en las razones verdaderas que llevaron a Mas y a los suyos a otorgar una concesión multimillonaria de manera irregular

La síntesis de esta historia es que ATLL vuelve a ser pública. Acciona pierde su principal activo en el negocio del agua. Los dos empresarios catalanes que le acompañan en la aventura, la familia Rodés y Liliana Godia, se han llevado un soberano correctivo. De poco le ha servido a Ferran Rodés colaborar personalmente y con el diario Ara, que preside, en la causa independentista. También, pese a su soberanismo sobrevenido, palmará dinero. Quizás ahora sean ellos, junto a los poderosos Entrecanales, de Acciona, los que demanden a la Generalitat por lucro cesante o ves a saber qué vericueto jurídico. A los catalanes esta ilegal privatización nos habrá costado dinero y quién sabe cuánta eficacia en la prestación del servicio acabaremos perdiendo, al menos en términos de coste de oportunidad.

Acciona tiene un problema; Rodés y Godia tienen otro; la Generalitat descabezada tiene que asumir un servicio y la dirección de una infraestructura para la que ya no cuenta con especialistas ni personas libres de sospecha tras todo lo acontecido. Todo un monumental zasca a una forma de hacer caprichosa y petulante del nacionalismo que nos ha gobernado desde hace muchos años. La actitud valiente de una empresa privada, a la que la Generalitat y el propio Ayuntamiento de Barcelona intentan marginar con populismo y demagogia barata sobre el agua, ha puesto de manifiesto que el sector privado también puede contribuir desde el rigor a normalizar las prácticas democráticas de un país. Lo habitual hubiera sido que la empresa que capitanea Ángel Simón, con múltiples negocios regulados por las administraciones públicas, hubiera tolerado la desfachatez y quién sabe qué más de los gobernantes que actuaron de manera arbitraria e injusta al estampar su firma o permitir la ilegalidad.

De aquel 2012 hasta hoy han pasado tantas cosas aún peores que, salvo para quienes han vivido de cerca los acontecimientos de ATLL, resulta difícil tener consciencia clara de la importancia que posee la resolución del Supremo. Y ahora, con la sentencia sobre la mesa, estaría bien que el periodismo metiera la nariz en las razones verdaderas que llevaron a Mas y a los suyos a otorgar una concesión multimillonaria de manera irregular. Es cierto que agua pasada no mueve molino. Pero siguiendo con el refranero popular, a Artur Mas esta gigantesca pifia debiera acompañarle de por vida, como un sambenito. El revolcón en las aguas catalanas debiera ser para este engreído político como la sarna, que con gusto no pica, pero mortifica.