La Declaración de Pedralbes puso fin a un procés caracterizado por la sinrazón de una ruptura social y política difícilmente reversible. Pero es el acuerdo de investidura entre ERC y PSOE el que realmente ha finiquitado un proyecto secesionista que solo ha servido para bloquear instituciones y retrasar la mejora de los servicios sociales.

El pacto entre republicanos y socialistas es repudiado por Junts per Catalunya que, sin nada que ofrecer más allá que una nueva catarsis convergente, se enroca en un desafío que en realidad esconde un ataque de cuernos por el protagonismo y las consecuencias electorales de la estrategia pragmática de Oriol Junqueras. El tiempo dirá si esta posición republicana es creíble o no, y si su apuesta por el gobierno progresista de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ayuda o entorpece ese nuevo mandato.

Pero lo cierto es que, tal como han explicado varios politólogos a Crónica Global, combatir el mensaje conciliador del líder de ERC desde la cárcel es complejo. Y mucho más frenar el retorno al eje izquierda-derecha, que es precisamente lo que los neoconvergentes intentan evitar desde 2012. El año en que Artur Mas abrazó un independentismo que, con todo el descaro, niega haber convertido en cortina de humo de recortes y corruptelas. Distingue el expresidente entre un procés que ha partido la sociedad catalana en dos, y el derecho a decidir que él impulsó. Es justo reconocer a los convergentes su talento para inventar eufemismos, esto es, en elevar la “ideología de la retórica” --como dice Cristina Morales en su genial libro Lectura fácil-- a la categoría de arte. En lograr el dominio a través del discurso.

Siete años después, esa verborrea soberanista solo es matraca en boca de Carles Puigdemont y Quim Torra. Y lo es porque el sueño de la independencia produce monstruos como el llamado Tsunami Democràtic, cuya performance en el Palau de la Música ha destapado la farsa de una revolución secesionista supuestamente impulsada por las clases populares. El procés ha estado liderado por esa élite que expolió el Palau y que ahora se escandaliza porque ERC y los comuns quieren subir los impuestos a las rentas más altas. Una élite bienestante que, como explica Pilar Rahola --¿será verdad que Jordi Pujol financió la operación del Partit per la Independència (PI) liderado por la tertuliana para cargarse a ERC?--, no tiene nada que ver "con esa clase media apurada que cobra 6.000 euros al mes" (sic). Una élite convencida de que eso del poder (convergente) es cosa de unos doscientos apellidos que se perpetúan a lo largo de la historia desde la época del Consell de Cent y de aquel Llibre de Matrícula de Ciutadans Honrats, un censo de personas con dinero y buenos contactos candidatas a gobernar Barcelona.

Es esa plutocracia convergente la que todavía sostiene el gobierno de Torra, cuyas maniobras para evitar que ERC le sustituya al frente de la Generalitat si es inhabilitado rozan el patetismo. Y no digamos que sus propios compañeros de partido se estén repartiendo ya sus despojos de cara a un 2020 donde, sí o sí, es necesario que se convoquen elecciones autonómicas.