El campo catalán se ha unido a las protestas de todo el país, aunque, como no podía ser de otro modo, de forma particular. Los tractores llegaron sin problemas a Barcelona, los líderes del movimiento se vieron con los políticos de marras -incluso con el president- para arrancarles promesas diversas y regresaron a casa sin más. No se llevaron ni una multa, no se dieron encontronazo con la policía y las mayores afectaciones fueron las complicaciones de tráfico por la lentitud de los vehículos de la columna. Se cortó un túnel de la A2, sí, pero porque un tractor se quedó varado por el pinchazo de una rueda.
Sus reivindicaciones también distaron un poco del resto del campo español. Están igual hasta el moño de la Agenda 2030 y de la presión regulatoria que soportan; pero lo que realmente ha sublevado a los agricultores catalanes es que la Generalitat les cierre el grifo por la sequía. Si el resto de normativas son marcianadas para el sector primario, la restricción de recursos hídricos es directamente motivo de sublevación. Poco ha faltado para que dejaran una piara ante el despacho de Pere Aragonès.
Y este malestar no se limita entre los que cultivan los campos. También ha molestado a la todopoderosa industria de la alimentación, un coloso que mueve un volumen de negocio de más de 43.000 millones de euros anuales -cifra que equivale al 19% del PIB catalán- y da empleo a 177.021 personas, según datos de Prodeca. Es uno de los principales sectores económicos de Cataluña y sólo esto explica la rapidez con la que el Govern ha abierto la mano.
El consejero de Territorio, David Mascort, anunció primero que no tenía ni idea de qué le pedían los agricultores porque eran cuestiones que competían al Gobierno central; después se autoenmendó y aseguró que estudiaría como aplicarlas y, finalmente, anunció que se relajaría la cifra de consumo de agua máxima para las explotaciones que estaban en zonas que habían entrado en emergencia hídrica. No es la mejor gestión posible de un conflicto, pero, al final, el campo catalán está moderadamente satisfecho con lo obtenido.
Sólo con la importancia capital en el plano económico y el peso que tienen las comunidades agrícolas en los resultados electorales de Cataluña -su voto vale mucho más que el de un ciudadano del área metropolitana por una normativa autonómica que los partidos critican, pero no son capaces de equilibrar-, explica cómo se ha volcado la clase política en intentar tejer complicidades con los manifestantes del tractor.
Hasta Vox se ha acercado a las protestas, aunque no tenga nada que rascar en este colectivo (también a diferencia de resto del país) porque es de los pocos que aún va con la estelada en alto. Son conservadores, sí, pero independentistas. Y tanto ERC como Junts andan preocupados. Los errores políticos en el campo se pagan caros y este electorado es la base ideal para que Aliança Catalana, el partido de la alcaldesa ultra de Ripoll, Sílvia Orriols, dé el salto a la política autonómica.
Aragonès intentará exprimir al máximo la legislatura. Bajo la bandera del ‘de perdidos al río’, a los republicanos les queda esperar que finalmente llueva y llueva bien (en el pantano de Sau sería ideal) para intentar dejar atrás la percepción de que los problemas reales de Cataluña han superado a los republicanos.
En el peor de los escenarios, se llegará a los comicios con el grueso del territorio en Emergencia por sequía III y con hasta cinco listas de corte independentista: la suya, la de Junts, la de Orriols y la promovida por la ANC, aunque esta última tiene pocas posibilidades de prosperar. Y, a pesar de todo lo que digan, si en la noche electoral ERC, Junts y Orriols suman, ¿renunciarán a mantener una Generalitat independentista aunque se detesten en lo más profundo?