Uno de los mejores métodos para valorar una situación política es compararla con otras equivalentes en los países democráticos de nuestro entorno. Ver cómo solucionan problemas similares.

Y esta semana hemos podido comprobar cómo ha resuelto la República Francesa la polémica sobre el uso del catalán en varios ayuntamientos del Rosellón.

Resulta que algunos regidores de cinco minúsculos consistorios de la zona pretendían utilizar el catalán en los plenos, con una traducción posterior de sus intervenciones al francés. Pero la justicia ha dicho que nanay.

“La primacía de la lengua francesa es puesta en cuestión por el reglamento interno cuando prevé que la expresión de los concejal tiene lugar primero en catalán, con una traducción posterior al francés”, ha dicho un tribunal. No hay problema con usar el catalán en los plenos municipales, siempre que primero se haya utilizado la lengua oficial y común del país, el francés.

Creo que es interesante constatar el trato que una democracia ejemplar como la francesa –cuna de la igualdad y de las libertades occidentales– da a su lengua común. Y compararlo con el que el Estado Español proporciona a la suya (a su lengua común), el castellano o español.

Mientras algunos constitucionalistas llevan décadas batallando –sin éxito– para que en Cataluña el castellano tenga una presencia equilibrada junto al catalán en las escuelas, para que el español conviva con el catalán en rótulos y señales públicas, para que el castellano coexista en igualdad de condiciones con el catalán en todos los comunicados y documentos oficiales (como establece la ley y ordenan los tribunales), en el país vecino tienen claro que el francés es intocable.

No estoy sugiriendo que la política lingüística de la República Francesa sea la deseable para España. Lo que sí que está claro es que la actuación del Estado Español en relación a la lengua común –más bien la inacción– es repulsiva. Y, más aún, viendo cómo democracias de primer nivel defienden sin complejos su lengua común.

Es lamentable que el Estado no se atreva a hacer efectivo de forma implacable el derecho a utilizar el español en las escuelas, administraciones y espacios públicos de Cataluña. De hecho, es inconcebible que lleve dando vueltas tanto tiempo para aplicar un miserable 25% en la educación (cuando no debería ser más que un primer paso hacia el 50%, único porcentaje razonable).

Pero lo ocurrido en Francia no debería ser solo un mensaje para el constitucionalismo español acomplejado. También los nacionalistas catalanes deberían tomar nota.

De la misma manera que el Estado Español debería observar cómo actúa una república consolidada, despojarse de los miedos y dar un paso adelante para salvaguardar los derechos de los ciudadanos españoles (de dentro o de fuera de Cataluña) sin contemplaciones, los nacionalistas deberían entender que la situación actual no es sostenible en el tiempo y que la oferta del Estado Español no es tan mala como venden.

Pueden elegir: o el modelo francés (donde la lengua francesa ostenta la “primacía”) o el español (donde castellano y catalán deben convivir de forma equilibrada en la administración y en el ámbito público). Lo que no es asumible ad eternum es la sistemática discriminación de los ciudadanos, que ya dura demasiadas décadas.