No sé qué resulta más ofensivo, que ERC recurriera a un showman como Gabriel Rufián para visualizar una cuota castellanohablante, o que Quim Torra descubra ahora el amor por Andalucía. De hecho, fueron los republicanos quienes ayer obligaron al presidente catalán a comprometerse con un independentismo inclusivo que, tras años de traumático de procés, llega tarde. Quizá fuera la enésima intentona del partido de Oriol Junqueras de dejar en evidencia a sus socios de Junts per Catalunya. O en realidad la pregunta, formulada en sede parlamentaria, ya estaba pactada con Torra. Pero la respuesta de éste fue tan poco creíble, como las expresiones de amor por España que Junqueras ha hecho estos días en el Tribunal Supremo.
Que dice Torra que se siente orgulloso de tener como predecesor a José Montilla y a una jefa de la oposición como Inés Arrimadas, ambos de origen andaluz. Porque, según afirma “Cataluña es una nación que no mira los orígenes” y, por tanto, promete “defender la cohesión social”. A saber cómo se conjuga la estrategia de confrontación nacionalista que hasta ahora ha aplicado Torra con ese respeto a la pluralidad que dice profesar. Este monologuista político que defiende un “diálogo sin renuncias” quiere abrazar ahora al diferente, al “colono” que sus seguidores rechazan, al inmigrante que ha “castellanizado” Cataluña. Pues no, no cuela. Sobre todo porque, más allá de las provocaciones de ERC, el enamoramiento andaluz de Torra ha sido forzado por el desembarco del popular Juan Manuel Moreno en tierras catalanas.
El pasado fin de semana, el presidente de la Junta de Andalucía aseguró que no permitirá que se pisoteen los derechos de sus compatriotas en Cataluña. A saber qué entiende por derechos, porque el discurso, pronunciado en Terrassa con motivo del Día de Andalucía, sonó a épocas pretéritas. Aquellas en las que Jordi Pujol repartía ayudas en los barrios de inmigrantes al son de “catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”.
El mensaje caló y hoy vuelve a sonar en este final de etapa procesista, donde los enrocados amigos de Puigdemont y Torra necesitan recuperar posiciones en determinados caladeros de voto, objeto de deseo de Ciudadanos y Vox, pero también de ERC, esto es, un área metropolitana que ha ido cambiando de color político, pero siempre decisiva en las contiendas electorales. Dicho de otra manera, los neoconvergentes, inmersos en luchas fratricidas, han ido rompiendo puentes y entendimientos, al tiempo que perdían la poca carga ideológica que Convergència siempre tuvo. En paralelo, ERC ha sabido mantener su perfil social, una inversión de futuro de cara a unas elecciones catalanas cada vez más ineludibles, aunque le falte valentía para precipitarlas.
Todo esto venía a que el mensaje de Moreno tenía un tufo paternalista no acorde con las circunstancias actuales de un colectivo andaluz cuyo problema no es la integración --maldita palabra que denota diferencia y rareza--, sino la falta de políticas sociales que afectan a todos los catalanes: listas de espera, desempleo, inseguridad... El dirigente del PP jugó a la confrontación y Torra respondió con un giro discursivo a favor de la cohesión que rozó el cinismo. Ambos utilizaron el nombre de Andalucía en vano. Fueron cara y cruz de una misma instrumentalización.
El presidente de la Generalitat, que en ocho meses solo ha trabajado por la división y el rechazo a quien piensa diferente, asegura ahora que se siente orgulloso de andaluces como Arrimadas o Montilla, a quien han vapuleado los suyos, los gurús del secesionismo que llevan años repartiendo carnés de buenos y malos catalanes.