La declaración de amor a España lanzada urbi et orbi por Oriol Junqueras, en su última reaparición estelar ante el Tribunal Supremo, ha dejado perplejos a unos y a otros. Los nacionalistas fanáticos han debido revolverse en sus asientos: los españolistas porque el susodicho ha nombrado a la Nación sagrada en vano; y los catalanistas porque, pese a sus someras explicaciones sobre el amor a las naciones vecinas, no han entendido que el susodicho se ablandara tanto al final de su mitin.

Al margen de estas reacciones nacionalistas, algunos escépticos han soltado una sonora carcajada ante la descarada demostración de cinismo en estado puro que hizo Junqueras. Otros han preferido valorar tal declaración como el eructo de un personaje grotesco, hinchado de sí mismo y de su credo identitario. Por último, un amplio grupo de tertulianos ha preferido no incidir en esa exclamación para seguir insistiendo que Junqueras es el político nacionalista más sobresaliente por su altura intelectual (sic). ¿Por qué no ofende esta afirmación al resto de líderes independentistas? ¿Acaso son unos estultos y unos cenutrios?

Pronunciar en Cataluña la palabra España ha estado mal visto por cualquier ciudadano nacionalista, con pedigrí o sobrevenido. Tanto ha sido el empeño en censurar el término en lo cotidiano y en lo académico que si alguien osaba nombrar a España sin recurrir a Estado español se delataba, a oídos y ojos de un catalanista, como un sospechoso facha o inconsciente españolista. Las técnicas pedagógicas, primero de normalización y después de inmersión, contemplaban un programado tratamiento semántico dirigido a niños y jóvenes que culminaba con una encendida alergia a la palabra España. Y así hasta nuestros días. Es de justicia reconocer que fue Cs el primer partido en contrarrestar esta reducción lingüística totalitaria con dosis de antihistamínicos que, vista su deriva actual, es posible que hayan consumido en exceso.

En este contexto de rechazo visceral al término España, la declaración amorosa de Junqueras debió ser una expresión muy meditada, hubiera sido más que hilarante que se le hubiese escapado un “amo al Estado español”. Siendo historiador el líder de ERC, cuál es su memoria histórica de España, ¿la de Antoni Rovira i Virgili o la de Jaume Vicens Vives? El primero buscó el ejemplo de la viabilidad de una opción política republicanista catalana en la historia de una presunta y constante relación fallida entre Cataluña y España. El segundo prefirió analizar la fluctuante dialéctica Castilla-Cataluña y fue muy crítico con las falsedades de los historiadores nacionalistas respecto a España, aunque al final retornó al redil del esencialismo nacional catalán con su Notícia de Catalunya.

Me temo que Junqueras está muy lejos del primer Vicens porque nunca ha tenido la intención ideológica de despegarse de la historiografía nacionalista de Rovira i Virgili, servil, rancia y casposa. Su “amo a España” no es ninguna caída del caballo, es la constatación de su negación al diálogo y su innegociable objetivo separatista. Ni siquiera dijo “amo las Españas” porque tampoco cree en la España plurinacional podemita o sanchista. Su España es una comunidad imaginada única y ñoña, en esencia casi la misma que defiende Vox pero sin Cataluña.

Su amor es la máscara de su delirio mesiánico y de su ideología ultra y excluyente, que una y otra vez intenta esconder dentro del armario de la xenofobia y el supremacismo heredado. Una ideología que se alimenta del mito del mártir Companys, quizás desde que leyese el título de la primera hagiografía: Vida y sacrificio de Companys (1941), escrita por su abogado defensor en 1935, Ángel Ossorio y Gallardo. Aunque fue este político madrileño quien no dudó en afirmar que “presumir que Cataluña vive sin la menor inoculación de sustancia española, es mera ilusión de ensueño”. Ilusión que en el caso de Junqueras es también la esperanza de culminar, en loor y en olor de multitudes, su particular camino hacia la santidad.