La crisis anterior se originó en el sistema financiero global, contagió a bancos y cajas que estaban sobrexpuestos a activos tóxicos (vinculados a la promoción inmobiliaria en España), desestabilizó a los estados por la crisis de deuda soberana y entre unos y otros la economía real se deterioró, tanto por la falta de liquidez como por los recortes que cercenaron el crecimiento, llevando al mundo a la Gran Recesión, de efecto más leve que la Gran Depresión de 1929, pero intenso y prolongado, especialmente en países como España que vive del turismo, de la exportación de algunos bienes y sobre todo del consumo interno. Si las primeras evidencias del crack financiero global se observaron en primavera de 2007 no fue hasta mayo de 2012 cuando España fue parcialmente rescatada y no dimos por superada la crisis hasta por lo menos 2015, primer año en que volvimos a tener un crecimiento superior al 3%, aunque, todavía, debemos más de la mitad del dinero que nos prestó Europa y nuestro tejido productivo, y social, no ha alcanzado los niveles de 2006. De esa crisis aprendimos poco o nada pues nuestra economía sigue siendo, más o menos, igual de frágil.

Estamos ahora frente a lo que el FMI ha catalogado como el Gran Encierro (Great Lockdown), un inusual parón de la actividad provocado por los gobiernos para frenar, tal y como se hacía en la Edad Media, la expansión de un virus desconocido, lo que lleva a un colapso de oferta y demanda. Para compensar, parcialmente, a ciudadanos y empresas del batacazo económico los estados se disponen a gastar como si no hubiese un mañana, lo que nos llevará más pronto que tarde a un problema en la deuda soberana que en España se traducirá en un rescate con sus consabidos recortes.

Las timoratas medidas de vuelta a la normalidad en la mayoría de los países tan carentes de imaginación como de gestión del riesgo, apuntan a una recesión más profunda de lo que se preveía en marzo al inicio de la crisis y, sobre todo, más lenta de recuperar pues parte del tejido económico se va a necrosar si no ha comenzado a hacerlo ya. Y esta crisis económica acabará afectando, también, a las entidades financieras que, probablemente, se verán obligadas a implementar en 2021 medidas que protegerán sus balances, pero afectarán a la economía pues sus defensas suelen ser procíclicas.

Así las cosas, podemos esperar a que llueva maná del cielo en forma de subsidios y de rentas vitalicias, financiadas en gran medida por una Unión Europea que alucina cuando abrimos antes terrazas de bares que colegios, aspirando a convertir nuestra sociedad en un zombie sin rumbo a la espera que vuelva a reactivarse el turismo y que nos quede algo por exportar, pero ésta no es la única ni mucho menos la mejor solución. Deberíamos tratar de cambiar, o al menos matizar, nuestro modelo económico.

La primera reflexión es si nos compensa ser un país barato. Mientras exportemos, sean bienes o sea el sol en forma de turismo, sí. Pero si llegamos a la conclusión que ese modelo está agotado tal vez no nos convenga jugar al más barato todavía, especialmente en un mundo donde es probable que se opte por consumir un poco menos mejorando la calidad. Nos hemos empeñado en competir en precio con el lejano oriente y eso es simplemente imposible. La calidad tiene un precio y hemos de tratar de mejorar nuestro posicionamiento.

Es vital reindustrializar España. Esta crisis ha dejado al desnudo varias de las vergüenzas de la globalización. Tan malo es aspirar a ser una economía autárquica como asumir que todo lo producen otros y nosotros nos dedicamos a consumir, especialmente si no tenemos una fuente eterna de dinero para pagarlo, como es nuestro caso. Tener que pegarse por importar un trozo de tela o de plástico (mascarillas y EPI), evidencia nuestras carencias productivas más básicas. Aprovechando el nuevo entorno hay que plantearse incentivar la creación de industrias, además de proteger con uñas y dientes la industria que todavía tenemos en España.

Automoción, auxiliar de la construcción, textil, material sanitario, energías renovables, agroalimentario tienen que reinventarse para atraer más valor añadido. Nuestra economía es extremadamente frágil y ahora lo vamos a sufrir probablemente más que nadie. Y la oportunidad existe. En textil, por ejemplo, comprar en lejano oriente va a ser cada vez más complicado no solo por el riesgo de ruptura de la cadena de suministro sino porque va a ser muy difícil planificar con tiempo. La flexibilidad que da la cercanía será igual o más importante que el precio. En el futuro cercano probablemente se compre menos por lo que el más barato extremo puede decaer al no querer acumular tantos bienes.

Si ahora que estamos cayendo por el abismo no reaccionamos es que, tal vez, no tengamos solución y solo nos espere profundizar en la decadencia en sucesivos ciclos. Sin duda el conocer diariamente el número contagiados, ingresados en UCI y fallecidos ha sensibilizado a la población respecto a los riesgos de este virus. Habría que hacer lo mismo con el número de parados y cierres en lugar de maquillar los números del paro cada mes. O despertamos o habremos logrado que la generación de nuestros hijos viva peor que la nuestra, lo cual constituye uno de los mayores fracasos de una sociedad.