Durante un tiempo, Quebec y Escocia fueron las referencias internacionales de buena parte del independentismo catalán, aunque no de todos, porque siempre hubo quien veía en la declaración unilateral de independencia de Kosovo un ejemplo a seguir, obviando claro los diez años de guerra previos. Ahora mismo, tras el portazo del Tribunal Supremo del Reino Unido a la pretensión del Parlamento escocés de legislar sobre el referéndum y los efectos pantanosos de la ley de claridad aprobada por el Senado del Canadá, el soberanismo local se ha quedado sin espejismos sobre los que teorizar. El argumento del ejercicio ineludible del derecho a la autodeterminación que esgrimían los secesionistas escoceses y quebequeses les ha llevado a sendas vías muertas. Tan muertas como la que transita el gobierno independentista de la Generalitat, aunque oficialmente se resista a reconocerlo.

Nicola Sturgeon, primera ministra de Escocia y líderesa del Partido Nacional Escocés, apesadumbrada por el recordatorio judicial de que corresponde al Parlamento británico legislar sobre referéndums y proteger la unidad del Reino Unido, giró repentinamente la vista hacia Cataluña. Sorprendentemente, después de años de señalar que los dos proyectos independentistas tenían poco que ver, quiere copiar para su plan “b” el plan “b” del independentismo catalán que ya fracasó en 2015: el plebiscito.

Las elecciones plebiscitarias equiparadas a un referéndum de facto lo ensayaron CDC-ERC-ANC-Òmnium antes de mandar a Artur Mas a la papelera por exigencias del guion presentado por la CUP. El resultado es recordado por la inoperancia absoluta del éxito electoral de Junts pel Sí. La decepción fue tan mayúscula que tardaron poco en enterrar la idea y recuperar la hipótesis del referéndum unilateral que tanto dolor les proporcionó a sus dirigentes y tanta parálisis institucional le causó a Cataluña.

Cualquier día de estos, aterriza en Barcelona la primera ministra escocesa para estudiar las razones del fracaso de aquel plebiscito que no fue, porque no podía ser. La transformación de unas elecciones autonómicas en elecciones plebiscitarias no tiene recorrido político (ni menos jurídico) frente a unos estados que disponen de argumentos jurídicos avalados por sus respectivas cortes supremas sobre la inexistencia de ningún derecho de autodeterminación gestionable por instituciones autonómicas. El plebiscito da para una campaña de propaganda emocional, pero siempre se vuelve al punto de partida.

El giro táctico de los independentistas escoceses, hasta hace bien poco envidiados por la supuesta solvencia de su hoja de ruta, coincide con el resurgir en algunos círculos soberanistas catalanes de la tesis del plebiscito sustentado en unas autonómicas como motor inapelable de una declaración de independencia unilateral. Son los círculos que preparan una nueva conferencia nacional para el Estado propio, más bien dos conferencias con el mismo enunciado, por ahora, pues la ANC impulsa una y el Moviment per la Independència, otra. Mientras buscan razones para convergir, cantan las excelencias democráticas de este planteamiento (sic) y analizan por qué fracasó el intento en 2015 y cuáles fueron los motivos que explican el fiasco de 2017.

La culpa de ambos desastres recae en los sospechosos habituales. Por una parte, el Estado español que no se deja convencer de la bondad del proyecto secesionista (como el del Canadá o Reino Unido), y, por la otra, los partidos políticos, especialmente ERC, más interesados en ahondar sus diferencias que en avanzar hacia el Estado propio. La solución que se vislumbra en ambas iniciativas populares es casi idéntica. La candidatura cívica y unitaria a la que los partidos deberían aplaudir y apoyar, al menos hasta que el éxito del plebiscito permita convocar las primeras elecciones constituyentes del nuevo Estado. Habría que ver la cara de la lideresa del SNP cuando se lo cuenten. Claro que siempre puede entrevistarse con el presidente Aragonés para que le explique los avances de la mesa de negociación con el Gobierno central.