La retransmisión de debates parlamentarios puede despertar entre la ciudadanía –contribuyente y telespectadora— la sana curiosidad de conocer qué hacen los diputados mientras habla el representante del grupo correspondiente. Durante la última moción de censura, los realizadores de televisión se las han visto y deseado para mostrar planos de diputados atentos a quién hablaba, salvo que fueran del mismo partido. Cuando insertaban imágenes panorámicas se podía comprobar que la gran mayoría estaba con su móvil en la mano. Jugando, leyendo, respondiendo… cualquier cosa menos atender al diputado interviniente.

¿A quién hablan sus señorías desde la tribuna del Congreso? A los suyos y a los oyentes y telespectadores. Aunque siempre ha habido excepciones. El vociferante Patxi López optó por hablar gritando, de ese modo despertó a su propio redil e incomodó a las señorías que querían seguir jugando con su aparato. El fanfarrón Rufián prefirió acodarse en el atril, como si estuviese bebiendo y charlando en la barra de un garito, mientras gesticulaba y repetía una y otra vez la última palabra con interrogantes.

En ocasiones el debate mutó en un espectáculo lleno de fantasmas. Cuando la diputada Oramas quiso interpelar al presidente del Gobierno, cayó en la cuenta de que ya este ni estaba ni se le esperaba. Arrimadas señaló en su intervención a la ministra de Hacienda, para recordarle sus sinceras palabras sobre el uso que los abuelos hacen de sus pensiones. El realizador, que debía estar afectado por el asunto, acabó enfocando –quizás con cierta mala leche— a María Jesús Montero, que despreciaba olímpicamente la intervención de Arrimadas mientras cuchicheaba con el ministro de la Presidencia. Fue un desliz, el enfoque del realizador.

Una y otra vez el diputado de turno ha asumido al subir a la tribuna que hablaba a sus correligionarios que, en cada punto y aparte, le aplaudían a rabiar, fuesen cien, cincuenta o diez. Daba igual lo que hubiera dicho, batían palmas como muñecos autómatas con sonrisas hieráticas. Y, por supuesto, se agarraban las manos ante la posibilidad de reconocer el ingenio o la lucidez de un oponente. Resulta cansino oír a la presidenta Batet repetir “Cállense señorías”. El Congreso de los Diputados debe ser la sede de la soberanía nacional, no la de la mala educación de sus elites dirigentes.

Para ser un diputado digno de elección no hay que ser un gran orador, pero al menos sí se ha de admirar el arte de la oratoria. Cuentan que, en 1870, durante un debate en el Congreso el general Prim, a la sazón presidente del Gobierno, escuchaba con mucha atención la intervención de Gonzalo Serraclara, diputado republicano por Barcelona. Al acabar, Prim aplaudió con entusiasmo. Un ministro le quiso llamar la atención sobre lo inapropiado de su aplauso, y el presidente le respondió: “No se inquiete, aplaudo la música, no la letra”.

La crisis del parlamentarismo no es solo una cuestión de fondo, de saltarse normas básicas y democráticas con reglamentos retorcidos y abuso reiterado de decretos. El parlamentarismo está hundiéndose también por el sinsentido de las formas de sus señorías. Muchísimo más grave que ir vestido de cualquier manera es dedicarse a jugar con el aparatito, mientras se aparenta debatir sobre cualquier aspecto que afecta al funcionamiento de la nación, por nimio que sea.

Tenemos un gravísimo problema en las aulas con el abuso de los móviles. Si los diputados se comportan de ese modo, ¿qué argumentos tiene un profesor si quiere convencer a sus alumnos de que ese uso es incorrecto? La hiperconectividad en espacios compartidos de docencia, de debate, de teatros o cines no sólo distrae, molesta e interrumpe a docentes, conferenciantes, actores o vecinos de butaca, es sobre todo un desaire al respeto y a la convivencia.

Más penoso que la esperpéntica moción de censura de Vox y Tamames ha sido convertir el Palacio de la Carrera de San Jerónimo en un Mobile Congress de los Diputados. Con ese constante desprecio hacia el discurso del adversario político, el horizonte del parlamentarismo como modelo para la ciudadanía es más que oscuro, es fácilmente prescindible para cualquier líder populista, trumpista o aprendiz de brujo. No todo vale señorías con tal de ser diputado, al menos sean educados.