Ante la premeditada y circunstancial retirada de Pedro Sánchez del primerísimo plano a la espera de que escampe el temporal por las vergüenzas del caso Koldo, Yolanda Díaz ha querido aprovechar ese hueco y ha retomado sus conocidas homilías. Autoconvencida de que los focos no le queman, sino que la engrandecen, la ministra ha optado por hablar por hablar. Su retahíla ha causado cierto estupor por la sarta de contradicciones que expresó. Es difícil que alguien se achicharre si apenas tiene sustancia con la que cocinar.
Su crítica a los trabajos nocturnos, con especial énfasis en el trasnoche de los negocios de restauración, erró en la justificación europeísta por comparación. Demostró que o desconoce la legislación estatal y las competencias autonómicas o poco le importan, siendo como es ministra en un Gobierno que puede cambiarlas. Una vez más hizo gala de la enorme debilidad de su gestión por las conocidas insuficiencias de Inspección de Trabajo. Mientras no se controlen las infracciones en ese ámbito, no hay hora para acabar la jornada. La precariedad, los bajos salarios o la explotación horaria no se combaten con la comparación europeísta, sino con un mercado laboral que respete los frágiles derechos de los trabajadores. En este caso ¿para qué, si no, sirven la Administración y los gobernantes?
En su discurso la ministra propuso también prohibir los indultos a políticos corruptos. En vísperas de la aprobación de la ley de impunidad a la carta o amnistía, un locutor de RTVE intentó que Díaz aclarase su contradicción. A la pregunta de cómo decía tal cosa siendo ministra de un Gobierno que había indultado ya a condenados por malversación, ella contestó que su grupo siempre se había opuesto a algunos casos de gracia. No precisó cuáles, pero cabe suponer que para ella no hay corrupción si se trata de manejos nacionalistas amparados en un “legítimo y democrático” proyecto republicanista de liberación nacional.
El mantra republicanista no es asunto baladí. En ese argumento huero se ampara esta autodenominada izquierda para considerar progres los actos delictivos y los discursos totalitarios de los nacionalistas. François Jullien, un prestigioso filósofo de cabecera para estos políticos de autoizquierda, ha afirmado que la identidad cultural no existe, en todo caso es un conjunto de recursos culturales en transformación. Y a la pregunta en noviembre de 2017 sobre si el nacionalismo catalán es identitario, negó la mayor: “Cuando escucho la reivindicación catalana escucho República”. Blanco y en botella.
Europeísta y republicanista. Y para completar su trípode mental la señora ministra alardeó de la injustificable e inminente acción de gobierno (amnistía) porque los ciudadanos votaron bien, para precisar a continuación: “Y no se equivocaron”. El razonamiento es propio de una persona que está convencida de su superioridad moral, luego es intransigente e intolerante. Un clásico reaccionario: conmigo o contra mí. Se puede admitir que la suma parlamentaria vencedora sea el resultado de una operación aritmética inapelable, pero nada más. Esa alianza es un cóctel de intereses que desprecia las mayorías ideológicas de los españoles y los previos programas electorales. Es inadmisible que una persona con talante democrático afirme que, según el resultado, la ciudadanía acierta o se equivoca en su voto. Semejante dislate explicaría por qué Yolanda Díaz no ha entendido el absoluto fracaso de Sumar en Galicia como una hecatombe política sin paliativos. Según su peculiar razonamiento sus paisanos no votaron bien, y encima se equivocaron.
En fin, el pensamiento de esta vaporosa e inane izquierda parece entroncarse, más que con el socialismo –internacional en lo intelectual y transformador en lo social–, con la tradición española más clerical y confesional. Delatan esa herencia ideológica su superioridad moral y sus empalagosas y monjiles maneras de maternalismo redentor. A la espera de una izquierda crítica, plural y sin ataduras nacionalistas, estas abadesas y priores son las guías político-espirituales de este convento plurinacional, en el que han convertido a España, con los respectivos pellizcos de monjas y manoseos de frailes.