En la fábula bíblica de Jotam se ironiza sobre la elección del monarca entre los ciudadanos en el antiguo Oriente Próximo: “En cierta ocasión, hubo que escoger rey entre los árboles. El olivo no quiso abandonar el cuidado de su aceite, la higuera el de sus higos, ni la viña el de sus uvas, ni los otros árboles el de sus respectivos frutos; el cardo, que no servía para nada, se convirtió en rey, porque tenía espinas y podía hacer daño”. El primer problema del cardo no es, pues, su espinosa figura, sino su peligrosa (in)utilidad.

Buena parte de la actual generación de políticos y políticas es como el cardo, conforma una nutrida especie caracterizada por una despampanante inflorescencia, muy atractiva por su color y palabrería. Sin embargo, es bien conocido cuál es el riesgo de la presencia inadvertida de esta planta mientras se camina de manera confiada por el campo.

Las nuevas convocatorias electorales han sido el pistoletazo para el reinicio de viejas campañas tan espinosas como inútiles. La pomposa e impostada propuesta de otro referéndum de independencia para Cataluña es un ejemplo más de la ineficacia de estos lacerantes políticos. Sirven porque pinchan ahora, el daño con su correspondiente infección, si no se pone remedio ya, vendrá poco después.

Si el PSC fuese el partido ganador y necesitase a ERC como socio ya ha sido informado sobre a qué atenerse. Da igual el porcentaje de participación en el futuro referéndum, los separatistas saben que son una espinosa minoría. A diferencia de otras plantas –más rentables y fructíferas–, los cardos sólo son vistosos y muy sabrosos para algunos animales, como los burros, aunque les pinchen y hagan daño.

En los últimos años, los políticos han proliferado tanto como los referidos cardos. Parecen campar a sus anchas, aunque su sobreabundancia los ha convertido en molestos, incluso, entre ellos mismos. Se fastidian inútilmente unos y a otros. La acumulativa convocatoria de comisiones de investigación en Congreso y Senado ha puesto en evidencia que nuestros legisladores pretenden ser también un poder judicial paralelo.

Ensimismados en su mundo paralelo, los políticos y las políticas parecen desconocer el descrédito en que incurren con tantas e inútiles comisiones. Juegan a las casitas de muñecas o a hacer trampas a las cartas, porque pese a su afán fiscalizador del contrario no tienen capacidad para sentenciar en firme. Además, tanta exhibición pone en evidencia, a ojos de todos, que siendo legisladores son los que más fácilmente encuentran las maneras de burlar las leyes. Como ironizaba Stanislaw Jercy, al común de la ciudadanía la ignorancia no le exime del cumplimiento de las leyes, pero a los políticos su conocimiento a menudo sí.

Y mientras, mal que bien, el país florece a duras penas y da algunos frutos, pese a tanto cardo.