Una ciudad grande de intensa historia como Barcelona es muchas cosas a la vez. Lo que no puede llegar a ser es homogénea, ni en su hábitat ni en su prosperidad. Una homogeneidad (siempre relativa) solo está al alcance de ciudades pequeñas situadas en enclaves privilegiados y con una economía afortunada.

Esas ciudades privilegiadas son fáciles de gobernar, agradecidas para los munícipes a los que basta con saber conservar la virtuosa homogeneidad.

Barcelona es difícil de gobernar por las heterogeneidades de la ciudad grande, de las que son una muestra las muchas diferencias entre el barrio de Pedralbes y los barrios de Torre Baró, Ciudad Meridiana y Vallbona y, paradójicamente, difícil por sus potencialidades, no saberlas aprovechar ha sido el mayor fracaso de algunos de sus gobernantes.   

El último medio siglo de Barcelona, como en otros momentos de su historia, ha sido pendular: del gris al espléndido arcoíris, de la provincia al mundo, del mundo de vuelta a la provincia.

Mario Vargas Llosa, “inmortal” de la Académie française, habla en una reciente entrevista de los “cinco maravillosos años” que vivió en una Barcelona sin independentistas. Aquí escribió Pantaleón y las visitadoras en 1973, uno de los años más duros de la lucha antifranquista en la que tanto destacaron la Barcelona popular y la intelectual, la burguesa, ausente, “había ganado la guerra”, y la menestral covaba sus frustraciones.

La ciudad era gris como el uniforme de la policía, omnipresente hasta en las colas de los cines y los teatros y, sin embargo, Vargas Llosa elogia las luces de su efervescencia cultural, el prestigio de sus editores (Carlos Barral, Ester Tusquets, Josep Janés…), el lustre de la presencia de los grandes escribidores latinoamericanos (Gabriel Garcia-Márquez, Julio Cortázar, José Donoso, Carlos Fuentes…). “Los españoles iban a Barcelona para sentirse europeos”, recuerda Vargas Llosa, mientras que la década del procés los ahuyentó.

Aquella Barcelona era gris, pero no provinciana. Superó con nota la transición democrática y con Pasqual Maragall y su idea de Barcelona se instaló en la nueva modernidad. Con los Juegos Olímpicos Barcelona se reconceptualizó, se abrió al mar y se remozó, incluso se rehabilitaron paredes medianeras, esas manchas tercermundistas de la ciudad. Barcelona se situó en el mapa. El mundo admiraba la ciudad olímpica que se codeaba con París y que llegó a tener más cónsules que Nueva York. “Europa la hacen las ciudades”, decía Pasqual Maragall llevando su idea de la ciudad protagonista por toda Europa.

Con Joan Clos y Jordi Hereu, sucesores de Pasqual Maragall, hubo todavía una continuidad de la idea de Barcelona.

Después, el procés y Xavier Trias. No devolvieron Barcelona al gris, que era el color de la dictadura, pero la provincializaron, la redujeron a capital dividida de una república inexistente y la dejaron en ciudad provinciana.

Lo que el procés pretendía era absurdo, imposible, pero fue creído (“Independència sí o sí”) y temido dentro –miles de empresas deslocalizaron sus sedes de Barcelona y miles de millones de euros salieron de los depósitos bancarios de la ciudad— y fuera –siendo Barcelona la candidata mejor colocada por sus disponibilidades estructurales no obtuvo la sede de la Agencia Europea de Medicamentos, cómo iban a dársela a la capital de una región que un vociferante grupo secesionista pretendía escindirla de España, luego de la Unión Europea—.

Xavier Trias y Ada Colau hicieron cosas en Barcelona, como las que se hacen más o menos en cualquier ciudad grande, es difícil no hacerlas con los recursos millonarios y los abundantes medios de que dispone la ciudad.

Pero las hicieron sin “idea” de Barcelona y sin esa idea Barcelona es provinciana, de “andar por casa”, de andar por la Cataluña de Junts y de ERC, por la Cataluña del procés, que, aunque muerto en su vertiente secesionista, sigue vivo en el marco mental de sus candidatos por mucho que lo disimulen ahora. Para conseguir Barcelona harán cualquier cosa, incluso desdecirse de boquilla.  

Ada Colau añadió a los andares provincianos lo que sabía hacer mejor: el postureo de ciudad, de la pancarta del “Welcome to Refugees” al enfrentamiento por carta con Benjamín Netanyahu.

Pasqual Maragall es irrepetible, quien intente imitarlo ya sea por sangre o por copia resultará patético. Sacar Barcelona de la “provincialización” para entroncar con la Barcelona grande, que es mucho más que la ciudad grande, y volver a la ambición de ciudad de mapamundi sólo lo podrá lograr el candidato sin dependencia ideológica procesista.

Por supuesto que otra idea de Barcelona es posible, iría bien conocer alguna para comparar.