Hace unos días le comentaba a mi hermana por chat que me sentía como si estuviera  atravesando una especie de crisis de aburrimiento. “Me aburre todo”, le dije, medio en broma.

Ella me respondió despreocupada que me recordaba así desde los 30 –dijo exactamente los 30, coincidiendo con la edad a la que regresé a Barcelona después de vivir ocho años en el extranjero, aunque no creo que lo dijera a conciencia— y solté una carcajada. Igual tenía razón, pensé, pero no creo que mis crisis de aburrimiento tengan que ver con vivir en un sitio u otro.

Después de un profundo ejercicio de autoexploración psicológica, he llegado a la conclusión de que están relacionadas principalmente con dos factores: primero, mi rechazo inconsciente e infantil a la monotonía (algo que me ocurre con facilidad en un trabajo) y, segundo, a mi falta de vida emocional. Es muy aburrido cuando estoy soltera y no me gusta nadie. Nadie. Ningú. Nobody. Personne. Nessuno. Dios, qué aburrimiento.

En estos momentos se han juntado las dos cosas, agudizadas por el hecho de que soy madre de un niño de 2 años, lo que me obliga a llevar una rutina muy estructurada y a no permitirme el lujo de dejarlo todo y buscarme la vida en otra parte, como he hecho en otras ocasiones, o pegarme un gran viaje. Pero ¿a dónde iría? El año pasado por estas fechas acababa de conocer a alguien y juntos planeábamos viajar a Rusia en verano. Mi idea era viajar a Moscú y de allí explorar antiguas ciudades industriales de los alrededores. Ciudades sin turistas, como Elektrostal, sede de una fábrica metalúrgica de aceros especiales que los soviéticos levantaron en 1938. La bandera de la ciudad, roja y amarilla, me pareció tan kitsch (representa al dios griego Hefesto golpeando con un martillo un yunque de hierro, del que salen chispas y rayos, símbolo de la electricidad) que me obsesioné con que teníamos que ir allí. Al final, la guerra de Ucrania y mi aparente inhabilidad para mantener una relación con un hombre más de tres meses seguidos se encargaron de arruinar mi potencial viaje de verano. Ahora se me ha metido en la cabeza visitar Butte, en Montana, pero no tengo tiempo ni dinero.

Por suerte, para distraerme siempre, tengo mis libros. Hace dos semanas terminé La broma, de Milan Kundera, que me pareció excelente y me regaló citas como esta: “Fue precisamente la particular lentitud de Lucie lo que me atrajo tanto, una lentitud de la que parecía irradiar la resignada convicción de que no hay a donde ir tan de prisa y de que es inútil extender las impacientes manos hacia algo”. Y estos días estoy leyendo La excursión a Tindari, de Andrea Camilleri. Las peripecias del comisario Montalbano por Sicilia siempre me distraen y me despiertan el hambre, aunque no me guste tanto el pescado como a él.

Curiosamente, esta semana también he tenido tiempo para viajar a Sicilia a través de la segunda temporada de White Lotus, la mejor serie que he visto en los últimos dos años, después de Succession. No voy a hacer spoilers, pero al escuchar los lamentos de una de las protagonistas, Portia, una joven de veintilargos que acompaña a su jefa millonaria a pasar una semana de vacaciones en un hotel de lujo en Sicilia, entendí que quizás haya una tercera razón para explicar mis crisis de aburrimiento:  

“Me sentía tan deprimida en casa que pensé que al venir aquí sentiría algo”, le dice Portia a otro chico de su edad, sentados ambos junto a la piscina iluminada del hotel. “Y resulta que vienes a un lugar como este, que es hermoso, y haces una foto, y luego te das cuenta de que todo el mundo ha tomado esa misma foto desde ese mismo lugar. Acabas de crear un contenido redundante para el estúpido Instagram. Dios, ¡ni siquiera puedes perderte en un lugar secreto porque Google Maps sabe dónde estás!”, exclama. El chico le aconseja que tire el móvil al mar. Ella, obviamente, no lo hará, como tampoco lo haría yo. Aunque me encantaría.