Mis amigos extranjeros siempre se sorprenden de que, cuando paseo por determinados barrios de la zona alta de Barcelona, o incluso por el Eixample o el Poblenou, lo más probable es que me encuentre con algún rostro conocido por la calle. “En Cataluña os conocéis todos”, se ríen.
Tienen razón. Hace poco llevé a mi hijo al pediatra, en Mitre con Ganduxer, y en el portal me encontré con la madre de mi amiga Sonia (nombre cambiado), a quien no veía desde hace por lo menos 20 años. “¡Hoolaaa!”, exclamé emocionada y a la vez frustrada por no recordar el nombre de esa mujer a quien tantas veces habíamos invadido la casa. “Soy Andrea, la amiga de Sonia, de la uni, ¿te acuerdas de mí?”. La mujer estuvo unos segundos dudando, después ya me ubicó. “Claro, Andrea, tú eres la que vivía en el Maresme…”
Enseguida nos pusimos a hablar de Sonia, de su decisión de romper con todo y con todos al poco tiempo de terminar la facultad. Después de trabajar un par de años en márketing, Sonia se había largado a Nueva Zelanda a recoger fresas y había terminado convirtiéndose en profesora de yoga por el mundo. Se distanció de su familia y de sus amigos de siempre, como si quisiera hacer un punto y aparte en su vida. Lo único que le interesaba era el yoga y viajar.
“Si tú estás bien, todo irá bien”, recuerdo que me dijo en nuestro último encuentro “como amigas”. Yo acababa de romper con mi pareja, una relación larga, de ocho años, e intentaba rehacer m vida en Barcelona después de mucho tiempo viviendo fuera. Estaba bastante triste. Lo único que quería era que mi amiga de la uni, a quién hacía tanto tiempo que no veía y por casualidad también estaba en Barcelona, me llevase a tomar unas cervezas o a hacer una excursión. Pero ella se escaqueó de volver a quedar conmigo y con cualquiera de sus viejas amigas. Luego se marchó a Costa Rica, o a Formentera, y ya le perdí la pista. Sin embargo, su frase se me quedó grabada: “Si tú estás bien, todo irá bien. Si tú estás bien, todo irá bien.” Manda huevos.
No volvimos a vernos hasta que un día nos encontramos por casualidad en Barcelona, y dijimos que sí, claro, que teníamos que volver a vernos, pero ninguna de las dos lo intentó. En octubre del año pasado volví a verla. Por casualidad hicimos un viaje con las amigas de la uni al país donde vive ahora y decidimos invitarla a comer. Fue un encuentro divertido, pero constaté que ya no volveríamos nunca más a ser amigas. Y que tampoco pasaba nada.
“He aprendido que a las personas hay que dejarlas ir”, le confesé a su madre, aparentando más madurez de la que en realidad tengo. Ella asintió. También lo ha debido pasar mal, la buena mujer, con una hija que sigue obsesionada con marcar distancia con la familia y cuyo mantra sigue siendo “hacer solo lo que me gusta”.
“No creo que priorizar lo que a uno le gusta pueda conllevar nada malo”, me dijo hace poco otra amiga, soltera, sin hijos y empeñada en poner distancia con su familia, como Sonia. Hace poco le propuse a esta amiga de organizarnos para quedar un viernes, ya que vivimos lejos. Y ella no tuvo problema en responderme: “no sé, aún no me he organizado, cuando me levante el viernes, ya veré”. No vaya a ser que ese día le entren ganas de ir a surfear o de hacer escalada y tenga que fastidiarse porque ha quedado conmigo. “Ok”, me limité a responder. Tendré que dejarla ir.