El próximo martes es Sant Jordi, así que voy a darme el lujo de ponerme romanticona y recordar una de las frases más bonitas que me ha dicho un hombre después de romper conmigo: “Echaré de menos tus respuestas escuetas y tu sentido del humor”. Breve, concisa, quizás un poco seca e impertinente. Así soy yo, aunque en más de una ocasión preferiría ser ese tipo de persona capaz de enrollarse como una persiana cuando alguien le pregunta por su vida y miserias. 

“Yo también tengo problemas, pero los cuento en tres minutos”, le confesé hace poco a mi amigo Jordi, que a la hora de comunicarse es igual o más escueto que yo. Diría que los dos tenemos la virtud de saber escuchar sin juzgar, de ir intercalando preguntas de vez en cuando, haciendo que el otro se sienta cómodo siendo el centro de atención y siga hablando sin parar. Sin embargo, reconozco que los plastas que se recrean hablando de sí mismos –quizás porque, como periodista, he tenido que aguantar a muchos– me acaban causando rechazo.

“Tienes que pedir al otro que se calle, desde el respeto”, me aconsejó mi terapeuta, convencida de que mi brevedad a la hora de explicar mis problemas se debe en parte a que no les doy suficiente importancia y pienso que estoy “molestando” al otro si me enrollo demasiado hablando de ellos.

Así que el otro día, animada por mi terapeuta, me propuse hablar de un tema que me preocupa con una amiga muy parlanchina (quería hablarle de lo doloroso que me resulta ver que una amistad de toda la vida se ha roto), pero, al cabo de nada, ya habíamos vuelto a sus problemas.

¿Por qué?, me pregunté esa misma noche bajo el edredón. Poco antes de quedarme dormida lo entendí: porque ella no me había hecho preguntas. Se había limitado a decir: “ajá”, “bueno, esas cosas pasan”, “ya se te pasará”, para luego volver a darme la brasa con algún problema suyo.

“Para convivir en este mundo de abundancia y de exceso, de grasa del lenguaje, la brevedad actúa como una especie de oportunidad”, comentaba hace unos días en una entrevista con El País el asesor de comunicación política Antonio Gutiérrez-Rubí, que acaba de publicar Breve elogio de la brevedad (Gedisa, 2024).

En este último ensayo, Gutiérrez-Rubí se propone recuperar el valor de la brevedad, entendida como esa “capacidad de concentrar, de condensar, de explicar mucho en poco”. El autor propone el llamado “test del café”, es decir, que si tienes una idea y no puedes contarla en una conversación de café significa que no sabes explicarla, no la tienes clara, no te importa que tu interlocutor no la entienda o quizás que ni siquiera exista.

“Una mezcla de soberbia intelectual y arrogancia académica ha ninguneado lo breve. Detrás de ella se ha escondido, disfrazada, una concepción jerárquica y patrimonial del saber y del poder. Pero la fragmentación social, la democratización del saber (...) y la fascinación y necesidad de lo básico y nuclear en un mundo complejo han recuperado, reivindicado –y redescubierto– una amplia gama de breves recursos filosóficos, de pequeños pensamientos que, como perlas, tienen una extraordinaria pureza”, escribe el reconocido asesor en su libro. Para mí, ya estaría todo dicho con la cita que encabeza el texto: “Si tuviera más tiempo, hubiera escrito una carta más corta”. Blaise Pascal.