El pasado domingo nos desayunamos con el artículo de Arcadi Espada Lo común impropio (El Mundo), en el que vertía una dura descalificación hacia la propuesta de una nueva política lingüística para España que algunos constitucionalistas llevamos tiempo defendiendo y que Mercè Vilarrubias ha sabido articular hasta el mínimo detalle en el libro Por una Ley de Lenguas (Deusto), con prólogo de Juan Claudio de Ramón. Bienvenida sea la controversia siempre y cuando las críticas u objeciones respondan a lo que verdaderamente se propone y no a una voluntad manifiesta de malinterpretar un texto para poder atribuirle cosas que no dice ni persigue. No es la primera vez que eso ocurre con quienes defendemos la necesidad de que el Estado se convierta en un actor de la política lingüística para impulsar cambios en el statu quo actual. Es decir, defender con mejores armas tanto el bilingüismo frente a los abusos de los nacionalistas como la riqueza hasta las últimas consecuencias del plurilingüismo en España.
Más allá del citado artículo de Espada, lo interesante es adentrarnos en por qué una propuesta de esa naturaleza suscita un debate tan encendido, con tantas desconfianzas y malentendidos, a veces hasta rayar en la caricatura, entre constitucionalistas considerados de “pata negra”. La clave para entender esa animadversión se encuentra en la errónea idea de que un Estado plurilingüe erosiona el castellano/español como lengua común. Los contrarios a una mayor presencia y uso de las otras lenguas españolas creen que es innecesario y hasta ridículo admitir que el catalán/valenciano, gallego y vasco adquieran un mejor estatus fuera de sus territorios porque el castellano es de obligado conocimiento para todos, y basta. Eso es cierto, pero olvidan que las lenguas no solo tienen una función comunicativa sino también simbólica y emotiva. Y por ello desprecian el hecho de que para los hablantes del catalán/valenciano, vasco o gallego sería una satisfacción verse representados en sus lenguas en aquellos organismos centrales y actos oficiales de Estado que comparten y les unen al resto de los españoles. En la propuesta de Vilarrubias se explicitan toda una serie de ejemplos que permitirían visualizar la realidad del cuatrilingüismo a ese nivel.
En realidad, se trata de avanzar en la construcción de un Estado democrático y plurilingüe pero ahora desde una perspectiva nueva, por lo menos en España, según la cual los titulares de los derechos lingüísticos son los ciudadanos, mientras las administraciones son quienes contraen las obligaciones. Y eso avalaría, por ejemplo, que los hablantes del catalán/valenciano, vasco o gallego pudieran declarar en su lengua de elección ante el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional con traducción simultánea, o que los representantes políticos en el Congreso y el Senado pudieran hablar en todos los plenos en otra lengua oficial diferente del castellano. Por la misma razón que el BOE dispone de suplementos en todas las lenguas oficiales españolas, un hecho relevante que muchos desconocen, ahora se trataría de que el cuatrilingüismo se extendiese en todas las instituciones estatales de forma razonable. Frente a la caricatura que algunos propagan, nadie está pidiendo que los funcionarios de la Diputación de Zamora aprendan gallego ni que los de la Generalitat tengan que atender en vasco o que en el Ayuntamiento de Sevilla se vean forzados a admitir solicitudes en catalán. Estamos hablando siempre de articular la obligación que tiene la Administración General del Estado, es decir, lo que en otros países descentralizados llaman Gobierno federal u organismos federales, hacia los hablantes de las otras lenguas españolas que también son oficiales.
La Ley de Lenguas se adentra también en la defensa de los derechos lingüísticos de los castellanohablantes en las comunidades autónomas donde las políticas nacionalistas tienden al monolingüismo con el argumento de ser “lengua propia”, un concepto que con resultados desafortunados se introdujo en el Estatuto catalán de 1979. La propuesta de Vilarrubias es equilibrada porque al mismo tiempo que plantea profundizar en el plurilingüismo no desatiende la urgencia de garantizar el bilingüismo en un mínimo del 30% como criterio general. Esa cifra es ciertamente discutible y puede ser considerada insuficiente, pero lo más importante es que legalmente sería viable con base en las resoluciones judiciales existentes en educación y a la doctrina del Tribunal Constitucional sobre la materia. Es un porcentaje razonable que permitiría encontrar un punto de equilibrio para empezar a rehacer un consenso lingüístico que en Cataluña se ha roto por los cuatro costados. Sin duda la mejor manera de garantizar derechos desatendidos es regulándolos, tomando el Estado la iniciativa, y no es extraño que los nacionalistas se opusieran ferozmente porque dejarían de ser los únicos en hacerlo.
Plurilingüismo y bilingüismo son, pues, dos caras de una misma propuesta para acercar “las lenguas a la ciudadanía sin delimitarlas a los territorios”, como dice Vilarrubias. Es una propuesta moderada, equilibrada y factible que políticamente pretende fortalecer el proyecto común español. No se plantea para contentar a los nacionalistas, “dándoles más catalán” como algunos piensan, pero tampoco para “combatirlos de frente” como otros desearían, sino para introducir sentido común en una querella que es instrumentalizada por las pasiones identitarias. El argumento es el del Estado plurilingüe con la bandera de los derechos lingüísticos de los ciudadanos frente a las visiones románticas de las lenguas como unificadoras de comunidades diferenciadas. Y es ahí donde los enemigos del plurilingüismo en España acaban coincidiendo en parecidos términos con los que se oponen al bilingüismo en las comunidades autónomas. Son los que en ambos lados esgrimen el argumento de la lengua común, propia o nacional frente al cual los otros idiomas son subsidiarios y los derechos lingüísticos de los ciudadanos prescindibles.