El ministro Félix Bolaños dijo recientemente que “el proceso soberanista está terminado”. Tan rotunda afirmación requiere, si no una rectificación total, sí una aclaración y varias puntualizaciones.
La necesaria aclaración obliga a definir qué se entiende por procés en su fase final. Ardua tarea por la complejidad del fenómeno. Los mismos dirigentes del procés no se aclaran o divergen en la interpretación de lo que hicieron. Clara Ponsatí sostiene que iban “de farol”, Jordi Cuixart y unos cuantos más dicen que lo volverán “a hacer”, pero mejor. En lo que fuera ese “hacer” (hecho) radica, a mi juicio, la interpretación del procés.
Las leyes de referéndum y de transitoriedad del Parlament, de 6 y 7 de septiembre de 2017, y la declaración unilateral de independencia del 27 de octubre no ofrecen dudas en su literalidad: el procés fue un intento serio de independizar Cataluña de España. Lo que figura en esas disposiciones es un proyecto de secesión formal en toda regla, respondiendo, incluso con preciosismo, a lo que el derecho internacional exige en la independencia de territorios.
Que no se tradujera en una independencia real se debe a que los dirigentes del procés se equivocaron profundamente en sus apreciaciones y fallaron en la preparación de las estructuras de la independencia.
No se salieron con la suya porque no supieron interpretar correctamente la fortaleza del estado que pretendían desintegrar, ni la realidad de la composición social de Cataluña, ni el contexto internacional general, ni la concreta pertenencia del Estado español a la UE y a la OTAN, ni supieron dotarse de los requisitos estructurales de un estado de facto. En realidad, actuaron como unos aficionados alocados.
En este sentido Bolaños tiene razón, el proceso ha terminado porque no alcanzó su objetivo. No obstante, Bolaños no debería pasar por alto que los dirigentes del procés siguen en sus trece, al menos de boquilla: considérese si no la “culminación de la independencia” que tiene anunciada el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, o la declaración institucional de la presidenta del Parlament, Laura Borràs, “instando a no desatender el mandato de la independencia”, por eso conviene ser muy precavidos con esa gente.
El procés en su cara violenta, la de violentar la Constitución y las leyes con el fin de independizar Cataluña, está agazapado, hibernando, en espera de algún momentum loco que permitiera “volverlo a hacer”, esta vez sin fallar. Es lo que prevé el expresidente Quim Torra.
Que ese momentum pudiera darse solo con una magna catástrofe política del tipo hundimiento de la Unión Europea, a ellos, irresponsables, les importa un comino como tantas otras cosas. Pero, aun así, la ocasión tampoco se daría sin un coetáneo hundimiento del Estado español, ambas catástrofes más que improbables.
Ahora bien, el procés no se agota con el fracaso de su objetivo originario, tiene otra cara. Es todo un montaje institucional y civil, de despachos y de calle, de palabrería y de agitación que mantiene a Cataluña en la inestabilidad y la división, secuestrada, paralizada en sus potencialidades. Una nomenklatura, compuesta de políticos independentistas, altos cargos de las instituciones, directivos de las empresas públicas de la Generalitat, profesionales y funcionarios afines, vive económica y políticamente del procés. Negociar con los miembros de la nomenklatura resulta inevitable para no condenar toda Cataluña al ostracismo, pero sin olvidar su condición de vulgares “interesados”.
El señuelo de la independencia sigue ahí, alimentado continuamente desde los numerosos medios del poder institucional de la Generalitat y con un importante seguimiento de la calle, ahora alicaído, pero todavía multitudinario. En este sentido, el procés “no está terminado”, está reabsorbido por la Generalitat. Decir lo contrario puede entenderse como que se acepta, por error o por alguna razón, que exista en Cataluña y repercuta en toda España un poder político y una corriente ideológica desestabilizadores.
El procés es una maquinaria bien engrasada de ganar elecciones. No ha perdido ninguna elección autonómica y no solo gracias a una ley electoral que favorece localmente a sus candidatos. Si no se le combate en el terreno de las ideas y de las emociones, tendremos procés para rato y la Generalitat continuará en manos de los procesistas. No es una buena idea relativizar su capacidad movilizadora.
Algún día nos parecerá imposible que hayamos vivido durante tanto tiempo inmersos en la pesadilla de ese absurdo llamado procés, pero no es oportuno anticipar que ya ha terminado tanto más cuanto que los independentistas lo tienen por muy vivo.