Esta semana tuve la oportunidad de reunirme con cuadros directivos de una entidad social; personas con buena formación académica que, en el momento de plenitud profesional, abandonan sus carreras en grandes compañías para incorporarse a una fundación, renunciando a una parte muy elevada de sus ingresos. Ninguna de ellas es persona que pueda vivir de rentas por lo que, como dicen, optan por cobrar mucho menos, pero trabajar en un entorno humano y contribuir a una finalidad sensata y necesaria. Y les aseguro que asumen gran responsabilidad y muchas horas de trabajo.

Por otra parte, también escuchaba de la dificultad por encontrar personal para determinados puestos de trabajo, de la misma manera que este año ha sido noticia una dinámica, “la gran renuncia”, por la que personas con ocupaciones estables, renuncian al trabajo y optan por vivir con poco. Una actitud ante la vida que se percibe muy a menudo entre personas jóvenes que, por la razón que fuere, no se sienten atraídas por lo que les ofrece el mundo del trabajo.

Ante este creciente fenómeno de no situar el dinero como eje central de la vida, a menudo se señala que las nuevas generaciones han perdido el valor del esfuerzo y que, además, por culpa del exagerado estado del bienestar, una parte de la población se habitúa a las ayudas y se vuelve holgazana.

Pero este argumento pierde veracidad cuando personas que renuncian al trabajo en la empresa, son profesionales consolidados, nada de vagos. Lo cual me lleva a pensar que algo hay en este capitalismo que lleva a muchas personas, capacitadas y trabajadoras, a huir del mismo. Cuando el trabajo ya no satisface la búsqueda de sentido y arraigo propio de la condición humana, muchos ciudadanos se refugian en entidades sociales u optan por conformar un pequeño universo de limitadas aspiraciones económicas y mayor solidaridad entre las personas. No estaría mal atender estos gritos de alarma de buena parte de la sociedad. Hoy, aún, gritos silenciosos y pacíficos. Veremos.