Mientras Quim Torra, encerrado en su despachito de la Estelada de la Muerte, recibe y ejecuta órdenes del Emperador Pastelero Palpatine, desde Berlín, en las que le exhorta a sustituir a Rull, Turull, Comín y Puig por lo más hispanófobo que tenga a mano, a fin de acabar con el 155 y recuperar el control de la pasta --no lo olviden nunca, que ya lo decía Frank Zappa: “Estamos en esto sólo por la pasta”--, y a que sobre todo dé orden de apoyar, aunque le jorobe lo indecible, la moción de censura contra Mariano Rajoy, al colectivo independentista, a los cebolludos de base, ajenos a lo que cuecen sus líderes en las altas esferas, no les queda otra que ir arrojando leña al fuego, porque su plúmbeo happy party ya provoca sopor e indiferencia a propios y a extraños, y todo pinta a que lo que vendrá a corto plazo será un remake de Regreso al Futuro Autonómico.

Por lo tanto es vital que el aquelarre nacionalista no se desplome del todo, en estos tiempos de cambio que se avecinan, y se logre mantener la necesaria tensión del conflicto del que viven, a cuerpo de sátrapa, miles de diletantes paniaguados. Con ese objetivo se han creado lo que podríamos denominar Talleres Populares de Resistencia Creativa de la República, en los que los monísimos minions norcoreanos barretineros se entregan, con enajenado deleite, a la fabricación de parafernalia icterícica con la que enguarrar toda Cataluña.

Así, Joana, Gemma y Montserrat, y unas cuantas amigas pachamamas, todas de pelo corto y canoso --que es más cupaire/abertzale y republicano--, se pasan las tardes en la casa de la primera. De fondo suena el clásico de Raimon Nosaltres no som d'eixe món, incitando al suicidio colectivo en plan Waco. Entre cánticos melopéyicos y vivas a la República le van dando todas a una botella de ratafía y a un plato de carquinyolis, que la hipoglucemia es muy mala, mientras cortan bolsas de basura amarillas en tiritas; manojos que atan con gomas de pollo, de cien en cien, y que depositan en cajas, listas para contaminar a diestro y siniestro balaustradas, puentes, pasamanos y semáforos.

Por su parte, Francesc, Pere y Jaume, dedican sus ratos libres, tras aparcar el Jondere --¡tractor, por Dios, tractor!-- y amontonar los últimos manojos de calçots de la temporada, a recortar lacitos de fieltro y pegarlos sobre cartón con imperdible; recontar aerosoles amarillos disponibles, y pintar en el garaje cientos de cruces que plantar en la playa más concurrida el próximo sábado. Mientras hacen eso, siguen de reojo y con mohín asqueado la victoria del Madrid en la Champions League. Pese al agravio, otro más, se cascarán sin problema las dos botellas de cava que enfriaban para celebrar la derrota de España. Porque el Real Madrid es España, no jodamos.

Al llegar el viernes, los lacitos, los botes de espray, los manojos de plásticos y las cruces, habrán ido a parar a manos de sus hijos, Bruno, Marc y Andreu, los maulets, los chicarrones patriotas; chavales barbilampiños y mononeuronales de los CDR, de Arran o de la CUP (todo es lo mismo), que con la colaboración de diez o doce jubilados locales distribuirán toda esa basura no degradable por doquier.

Y cuando usted llegue a la playa soñando con tender la toalla y olvidarse de todo, o al paseo marítimo, la rotonda o la plaza mayor, o bien deberá callarse y tragar, o bien, si es de sangre caliente, empezar a dar puntapiés a toda esa indeseable basura que invade un espacio que le pertenece y le están usurpando. Hágame caso, no lo haga. Ellos desean que pierda los estribos y los papeles. Necesitan fotos. Necesitan de su pequeña dosis de indignación para tapar su monumental barbarie. A esta gente, no lo dude, no hay cosa que les hunda más en la miseria que el desprecio más absoluto. Ahórrese que le tilden de franquista, fascista, botifler, colono o español de mierda, y aireen su identidad en redes sociales, apedreen sus ventanas o le pinten el coche. Jordi Évole, ese pedazo de demócrata equidistante, ya nos ha advertido de que “los constitucionalistas añaden tensión innecesaria al asunto” --recuerde: los judíos también tensionaron a los nazis lo indecible, y así les lució el pelo--; Marcel Mauri, vicepresidente de Òmnium, dice que “sólo faltaría que en una democracia no se pudiera ocupar el espacio público” --vaya usted y plante una banderita española, y verá qué ocurre--; Marta Vilalta, portavoz(a) de ERC, añade: “Parece mentira que haya gente a la que le molesten los lazos amarillos”; y, finalmente, en el colmo de la estulticia, Roger Torrent, el flamante president del Parlament, va y pone la guinda: “No hay ningún tipo de conflicto, no hay confrontación, no hay tensión”.

Así que ya lo saben. Déjenlo estar. Interioricen que las calles, las plazas, las carreteras, las rotondas, los ríos, las montañas y el sol y las nubes serán siempre suyas. No proteste, no se queje, no retire lacitos, pídales perdón por respirar este sublime oxígeno catalán y por caminar ensuciando una tierra que no merece hollar.

Porque ni usted, ni yo, ni Carlos Carrizosa, somos nadie. Nadie. Con esta tropa sólo caben dos opciones: o la sumisión más absoluta, o salir corriendo y no parar hasta llegar a Tombuctú. Ellos esperan, obviamente, que optemos por la segunda.