Existen infinidad de momentos históricos en los que la falsedad ha construido la política, el derecho, la teología o cualquier tipo de información. Desde el siglo XIX, los nacionalismos han sido eficientes productores de mentiras hasta construir realidades materiales y metafísicas, entrelazadas como si estuvieran en un mismo plano. Para los nacionalistas se confirma aquel pensamiento de Gorgias (s. V a.C.) cuando afirmaba que “quien engaña es mejor que quien no engaña, y quien se engaña es más sabio que quien no se engaña”. Ha de existir un acuerdo entre emisor y receptor de mentiras para que éstas pasen a formar parte del universo mental de una comunidad, de ese modo lo fingido puede incluso mejorar lo verdadero. Con esa premisa siguen actuando sus líderes independentistas, pero no son los únicos.

Pio Rossi en su Convito morale (1657) describía las mentiras como si fueran moscas, están por todas partes y se posan “allí donde es más fuerte el olor de la curiosidad”. Estos días, cuando los periodistas han insistido una y otra vez sobre qué sucedió dentro del avión entre el ministro español y la vicepresidenta venezolana, las respuestas han sido tantas como las preguntas. Fue al olor de la curiosidad de los impertinentes reporteros cuando acudieron las mentiras del ministro solitario ante el peligro.

¿Es la mentira política una forma de autocensura? La libertad de expresión encierra una paradoja con el constante recurso al “pero”, bien podríamos llamarla libertad adversativa de expresión, y los políticos son los agentes sociales más condicionados por ella. Los secretos de Estado son los mejores ejemplos de los límites de la libertad o del legítimo recurso a la mentira. También los periodistas recurren a esa libertad adversativa cuando, ante un juez, pueden negarse a revelar su fuente de información.

Hasta hace unos días se creía que el único mentiroso en el gobierno era su presidente, y que con su cuota de embustes quedaba ampliamente cubierto todo el consejo de ministros, ministras incluidas. Pero no, el episodio de Ábalos, como ministro bombero destinado de madrugada al aeropuerto madrileño, ha abierto la primera grieta en el barco de la coalición.

Con esta última polémica se ha constatado la verdadera razón por la que Pedro Sánchez encabeza el gobierno. Ábalos debería ser el cortesano perfecto que necesita el príncipe perfecto, pero no lo es, no porque no sepa mentir sino porque no sabe disimular, Sánchez sí. Castiglione ya explicó en que consiste ese modo de agudeza: “ese hablar severo y grave que se practica por juego y en el que se dice con agrado lo que no se tiene en el ánimo”. Simular es mentir, es hacer creer lo que no es, pero disimular es diferente, es “la industria de no hacer ver las cosas como son”.

Sánchez entiende que mudar de criterio no es mentir sino un acto político necesario en este gran teatro que es la política. El auténtico disimulador puede ser un cínico pero, ante todo, es un individuo inteligente. Estamos, como diría Torquato Acceto (1641), ante el caso de un gobernante que no miente sino que practica “el honesto disimulo”. Quizás ahí radique su credibilidad ante sus fieles militantes y muchos de sus votantes, ciudadanos que admiran su capacidad para decir una cosa y la contraria. Es el arte de la política, porque más que un político Sánchez es un artista: no miente, disimula, parpadea, interpreta. No en vano, en la Gala de los Goya fue el invitado de honor.