Ha bastado que el PSOE y ERC hayan mantenido una primera reunión de tanteo cara a una posible abstención de los republicanos catalanes en la investidura de Pedro Sánchez para que las voces desgarradas del “España se rompe” atruenen de nuevo en la plaza pública.

Alfonso Guerra, Joaquín Leguina, los dos Nicolás Redondo (padre e hijo), Emiliano García Page, Javier Lambán y otros barones o miembros de la vieja guardia del PSOE alinean sus escopetas para disparar contra Pedro Sánchez, vendido al PSC y a los independentistas, valga la redundancia para ellos. Intelectuales, exministros socialistas y populares y hasta viejas glorias de la Transición se suman al coro que reclama un acuerdo entre constitucionalistas para evitar un Gobierno de socialistas y populistas sostenido por los independentistas.

Pero todos quienes reclaman ese acuerdo, que no es otra cosa que la Gran Coalición, nunca la apoyaron cuando gobernaron, en la época dorada del bipartidismo, porque en España no hay tradición alguna de que los dos grandes partidos se unan para gobernar juntos, como sí la hay en Alemania. Esa cultura es inexistente también en Francia, un país dividido en dos al menos desde la Revolución Francesa, donde es inconcebible un acuerdo entre la izquierda y la derecha, entre el Partido Socialista y Los Republicanos o antes la Unión por un Movimiento Popular, pongamos por caso.

Uno de los máximos críticos del acuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, José María Aznar, que alerta nada menos de que “los comunistas van a entrar en el Gobierno” por primera vez desde la guerra civil, cuando el comunismo solo existe ya en su imaginación, se cuida muy mucho de pedir a su discípulo Pablo Casado que ofrezca la abstención del PP para que la investidura de Sánchez no dependa de ERC. La nueva cara dura del partido, Cayetana Álvarez de Toledo, que habla de “Gobierno de sedición” con el “delincuente Junqueras”, tampoco admite una posible abstención del PP porque no sería “patriótica”, sino “masoquista”. La portavoz del PP ha llegado a decir que Sánchez “amnistía políticamente” a los “condenados penalmente”, que “la plurinacionalidad no es otra cosa que la derrota del orden constitucional y de la nación española” y que reconocer que en Cataluña hay “un conflicto político que se ha de resolver con negociación política” es asumir “el lenguaje de los sediciosos”.

Inés Arrimadas, la líder provisional de Ciudadanos y candidata a sustituir a Albert Rivera, tampoco se queda atrás. Califica la reunión del PSOE y ERC de “mesa de la vergüenza”, asegura que sus 10 diputados trabajarán para que se rompa el “acuerdo de la pesadilla” entre el PSOE y Unidas Podemos, y, sin encomendarse a dios ni a Pablo Casado, ofrece 220 diputados constitucionalistas para gobernar y reformar España. ¿Quién es Arrimadas para disponer de los 89 escaños del PP, que no está dispuesto ni a abstenerse para que se rompa el bloqueo y se forme un Gobierno? La derecha es como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer.

Después de todo lo que ha ocurrido en Cataluña durante el procés, no es agradable para Sánchez tener que negociar la investidura con ERC, cuya moderación sigue estando por demostrar, pero ¿qué salidas le quedan para desbloquear la situación y evitar unas terceras elecciones en un año, que parece que es lo que desean los partidos de la derecha? Antes de su batacazo electoral y su posterior retirada de la política, Rivera había prometido que esta vez no iba a bloquear la formación de Gobierno. Pero cuando ahora se le recuerda a Arrimadas esta promesa, responde que los 10 diputados de Ciudadanos no han sido elegidos para hacer vicepresidente a Iglesias. Con el voto favorable de Ciudadanos, no haría falta la abstención de ERC para que saliera adelante la investidura.

A Sánchez y al PSOE no les queda otra opción que la negociación con ERC. Pero es que, además, hay otra razón de fondo para no demonizar las negociaciones. Si en el interior de Cataluña y en la relación de Cataluña con el resto de España hay un conflicto político fruto de que dos millones de catalanes votan reiteradamente a partidos independentistas, ¿hay alguna manera de resolver el problema sin hablar con los partidos que representan a esa masa de votantes? Es evidente que ese diálogo debe mantenerse dentro de la legalidad, respetando la Constitución y el Estado de derecho, pero ¿solo sentarse a negociar significa ya que se están sobrepasando esos límites, como dan por supuesto los portavoces de la derecha y todos los abonados al catastrofismo del “España se rompe”?