El simulacro de referéndum del 1 de octubre tenía que celebrarse a toda costa, y para ello, durante los días 6 y 7 de septiembre de 2017, el independentismo dinamitó la realidad constitucional y se adentró en la ficción. Pocos momentos hay en la historia de Cataluña donde los representantes políticos hayan protagonizado un espectáculo tan lamentable como ridículo. Entre esos episodios sobresale 1714, y no por la derrota del 11 de septiembre, sino por la esperpéntica misión que se le encomendó a Pau Ignasi de Dalmases i Ros.

En 1713 el ennoblecido mercader Dalmases fue nombrado por la Generalitat con el cometido de negociar en Londres el apoyo de Inglaterra a la causa austracista catalana. Cuando llegó se enteró que su viaje había sido en balde, puesto que Inglaterra ya había firmado con Felipe V el Tratado de Utrecht y, por tanto, el fin de las constituciones o privilegios catalanes era más que evidente. La respuesta suicida de la Junta de Braços fue continuar la guerra contra Felipe V y Francia. Mientras, visto lo visto, el padre de Pau Ignasi, Pau de Dalmases, se pasaba al bando felipista y se refugiaba en su residencia de Cabrera de Mar a contar los días para que cayera Barcelona y pudiese recuperar parte de su patrimonio y negocios.

Rafael Casanova y otros consellers hicieron un ridículo internacional, que sorprendentemente aún se celebra como fiesta nacional, al continuar con el enfrentamiento cuando ya nadie les apoyaba. Pau Ignasi marchó a París, y desde allí suplicó a Luis XIV una salida dialogada al conflicto. Pero la Generalitat, erre que erre, le conminó a regresar a Londres para que renovase el apoyo de la monarquía inglesa. Todavía en agosto de 1714 estaba haciendo gestiones para salvar Barcelona. Al final, cayó la capital catalana y Dalmases tuvo que suplicar a Felipe V que le permitiese volver a su obediencia, no en vano el Borbón ya le había nombrado en 1701 cronista oficial del Principado.

Es fácil imaginar cómo le agradecieron los catalanes, los de un bando y los del otro, las gestiones diplomáticas a Dalmases. Entre la burla y el menosprecio vivió cinco años, y murió en 1718 con apenas 48 años y después de pasar por una gran depresión. Su fracaso fue consecuencia de los graves errores de una parte fanatizada de las elites dirigentes, empeñadas en ser protagonistas de su historia, aunque fuese a costa de dinamitar las instituciones catalanas y de hacer el ridículo en Europa.

Han pasado cinco años y la esperpéntica república catalana aún sigue con su sede abierta en Waterloo. Ha pasado un lustro de aquellos aciagos días en el que el independentismo violó la democracia, convencido que su sueño legítimo era sinónimo de legalidad, un sueño que había sido alimentado durante décadas por el pujolismo y el resto del nacional catalanismo, corresponsables de todo lo sucedido.

Dalmases el original, no el acólito de Borràs, tuvo la dignidad de disculparse y volver a la obediencia de Felipe V, tuvo sentido del ridículo. La mitad de aquel parlamento de 2017 aún sigue reiterando comportamientos que, a todas luces, necesitan de otro don Tancredo, de otro Rajoy que les soporte las gracias y pataletas hasta que puedan resucitar el espíritu del 1 de octubre, para acabar jugando con las urnas y los votos al pollito inglés, al escondite o al un, dos, tres, pica paret. Ridículo, pero divertido, aunque sea a costa de malversar tiempo y dinero público.