Escribo esta columna en base a las muchas notas tomadas a lo largo de los últimos días, y sobre todo a las consignadas durante la jornada y recuento electoral del domingo 28 de abril; comicios que se saldaron con una anunciada y rotunda victoria por parte del PSOE, un extraordinario ascenso porcentual de Ciudadanos, la irrupción de Vox en el arco parlamentario y un dramático desplome del PP y también, aunque menor, de Podemos. El índice de participación fue asombroso, casi del 76% sobre un censo electoral de 37 millones de ciudadanos. Votaron por correo más de un millón de personas y se incorporaron por primera vez a la fiesta de la democracia 1.240.000 jóvenes. En Cataluña la afluencia a los colegios superó en un 18% la cifra alcanzada en los comicios de 2016. Jornada, por tanto, memorable en todos los aspectos.

Tras dos debates televisados, tan plúmbeos como previsibles, en los que tuvimos oportunidad de ver a un Pedro Sánchez descolocado, fuera de juego, sin garra, un tanto ausente; a un Albert Rivera nervioso, tenso y dado a la sobreactuación; a un Pablo Casado risueño, con los datos y argumentos de campaña bien memorizados, y a un Pablo Iglesias de lo más modosito --que sorprendió a todos leyendo la Constitución como quien lee el Nuevo Testamento--, sólo restaba por decir aquello tan lapidario que según Suetonio decía César: alea iacta est y que salga el sol por Antequera.

A los pocos minutos del cierre de los colegios electorales se aireó el primer sondeo; encuesta de la televisión pública, basada en 12.000 entrevistas, anunciando la horquilla en que se moverían los principales partidos: PSOE (116/121), PP (69/73), C’s (48/49), Unidas Podemos (42/45) y Vox (36/38). En Cataluña adelantaba que ERC obtendría 13/14 escaños en detrimento de Junts per Catalunya (JxCAT) que se quedaría en solo cinco.

Y lo cierto es que acertaron como pocas veces se ha visto, pese a que se quedaron cortos en sus estimaciones sobre el ascenso estelar de Ciudadanos y sobrevaloraron, quizá debido al inmenso ruido mediático de las últimas semanas en las redes, la irrupción de Vox. Todos ustedes conocen los datos finales, no los repetiré.

El fracaso de las formaciones de derechas evidencia un error de cálculo fatídico. El PP ha perdido en una sola mano 3,7 millones de votos, se desploma en circunscripciones con pocos escaños en juego y en esa España vacía o "vaciada" que ahora muchos descubren, y pasa a ser residual en Cataluña, a pesar del excelente papel de Cayetana Álvarez de Toledo. Un desastre sin paliativos que Casado atribuye a la división del centro derecha.

El futuro del PP dependerá sin duda de cómo sepa reinventarse y de los resultados de las municipales, autonómicas y europeas de mayo --ningún partido moverá ficha o descubrirá sus cartas e intenciones hasta pasados esos comicios--, pues de lo contrario la tripulación abandonará la nave y se aferrará a los cabos y almadías lanzadas desde Ciudadanos y Vox. En situación similar, aunque menos dramática, queda Podemos, que confía en jugar un papel decisivo junto al PSOE.

De todos modos la pregunta del millón, la que arrasa en tabloides, tertulias y redes es si Rivera modificará su radical negativa a pactar con Sánchez y propiciará un acercamiento entre las dos formaciones. Sánchez dejó entrever su predisposición en su rápido anuncio de que el único requisito de los socialistas, el único "cordón sanitario" que impondrán, será la estricta observancia de la Constitución. Es evidente que el PSOE y Ciudadanos podrían gobernar juntos --los poderes económicos reventarían de felicidad--, o suscribir un pacto de legislatura, evitando muchos problemas al país. Muchísimos. Sería la solución más sencilla. El nacionalismo catalán, las fuerzas independentistas, han perdido más de 400.000 votos y su fuerza porcentual ya es inferior al 39-40%. La apuesta de ERC por la "vía lenta" ha eclipsado a JxCAT y Carles Puigdemont ya es más evanescente que el fantasma de Canterville. Sánchez y Rivera unidos asegurarían una legislatura estable, en la que el país podría acometer muchas de las decisivas reformas estructurales que España necesita. Se acabarían los chantajes, la presión por los indultos, las continuas reclamaciones, amenazas y acometidas del nacionalismo. Y aquí paz y luego gloria.

Pero va ser difícil, porque Pedro Sánchez necesitará a los nacionalistas en muchos puntos del país y anuncia, además, estar dispuesto a gobernar en solitario. Y Albert Rivera y su think tank posiblemente ambicionan pescar en el Maelstrom del PP y esperar a que el “presidente que se amó” se cueza en su propio jugo lentamente, ya que buena parte de su caladero electoral está en la izquierda moderada. Por si fuera poco, los votantes de Ciudadanos  --si no todos, sí muchos de ellos--, no quieren ni oír hablar de Pedro Sánchez, al que aborrecen. Creen que Ciudadanos puede esperar, liderando la oposición y viendo pasar el cadáver de todos sus adversarios, antes de convertirse en el gran partido presidencialista del centro y derecha-izquierda español.

No deberían olvidar, sin embargo, que la manifiesta inacción del partido naranja en Cataluña --más allá de las formidables bofetadas morales propinadas por Inés Arrimadas a Quim Torra-- acaba de dilapidar un capital que era más que millonario en votos. Las municipales y europeas, que no autonómicas, catalanas, nos sacarán de dudas.

Bienvenidos a la incertidumbre.