En el largo y agotador camino que conduce a las elecciones al Parlamento de Cataluña del próximo 12 de mayo, toda la proverbial forma de hacer y ser del lazismo zombificado se despliega una vez más intacta, incólume, en todo su chulesco esplendor, jactancia y egolatría; prueba empírica de que esta tropa de majaderos no ha aprendido nada ni ha sacado nada en claro tras hacer el payaso hasta decir basta durante casi tres lustros de exasperante procés de liberación nacional.
Está en la naturaleza de los zombis el levantarse una y otra vez, no importa cuántas veces se les derribe, que ellos vuelven a alzarse; solo se precisa que un amoral ávido de poder, léase Pedro Sánchez Pérez-Castejón, les meta un chute de adrenalina en vena para que vuelvan a dar la brasa como si no hubiera un mañana. Un desastre. Porque estaban más secos que la mojama y ahí los tienen, tan campantes y más chulos que un ocho.
Va de fanfarrones. Para marcar distancia y perfil propio con Carles Puigdemont, la momia rediviva de Waterloo, Pere Aragonès decidió días atrás disfrazarse de trol –al chiquet solo le faltaba el preceptivo moco verde colgando del apéndice nasal– e irse a Madrid, cachiporra en mano, a trolear y a repartir estopa a los del PP, y a los que no son del PP, en la Cámara Alta.
El nen barbut –así lo bautizó de forma brillante Ramón de España en este digital– subió a la palestra en plan matasiete y los puso a todos a caldo: “Pierdan toda esperanza, porque más pronto que tarde habrá referéndum de autodeterminación vinculante, igual que ha habido indultos y amnistía y reforma del Código Penal; es solo cuestión de tiempo”; “tenemos la sartén por el mango”; “queremos recaudar todos los impuestos, queremos un cupo a la catalana, y ya les daremos las migas solidarias que nos sobren”.
Más que darse el gustazo de hacer el trol en el Senado, que también, a Aragonès le interesa, sobre todo, no perder comba ante su electorado de carlistoides de pueblo en la carrera por las sillas y cargos de la Generalitat, secundando y formando parte, de no haber opción mejor, de un tripartito liderado por el PSC de Salvador Illa (27,8% de los votos en los últimos sondeos de Crónica Global); y por el acceso, uso y disfrute de la llave del tesoro de los presupuestos anuales que maneja el Govern –en 2023 fueron 41.000 millones de euros– que eso supondría. Desde ERC dicen desechar esa idea, pero lo cierto es que de puertas adentro la están sopesando. Puro postureo.
Y es que los pronósticos electorales no pintan demasiado bien para ERC, en ajustada liza con los de Junts + Puigdemont. Ahora mismo las dos formaciones están casi empatadas, aunque con ligera ventaja para los antiguos convergentes. Si algo pone de los nervios a los de Oriol Junqueras es verse relegados a tercera fuerza en los comicios ante el órdago a la grande lanzado por Puigdemont y los suyos, que tildan a Aragonès de autonomista genuflexo, de los de peix al cove o pájaro en mano, y de pelele en manos de Sánchez. Es maravilloso ver cómo se odian entre ellos estas facciones de fachas urbanos y fachas de pueblo. Dan ganas de vocear algo tipo: “¡Navajas, tengo navajas, albaceteñas; y dagas, misericordias y espadas de Toledo!, ¡compren, compren!” (Carcajada monumental, yo me niego a llorar).
Va de ególatras y majaderos. Lo cierto es que Puigdemont está on fire, desatado, exultante. Ha logrado convertir estas elecciones en un plebiscito sobre su persona. O él o el caos. Instalado ya en el sur de Francia, cerca de la frontera, esperando a los autocares que transportan a sus feligreses abducidos, repite a todas horas, ante cualquier medio que le ponga una alcachofa en los labios, que o bien es restablecido en su cargo de president o bien lo manda todo a hacer gárgaras y se va a Amer a hacer los agujeros de los Donuts en la pastelería familiar, porque un político de su talla no ha nacido para hacer oposición.
Si Carles Puigdemont desciende desde las alturas, cual Mesías, a la sagrada tierra catalana –el hombre acaricia la idea de volver con honores de jefe de Estado y ser recibido incluso por Felipe VI–, será a fin de consumar su célebre gatillazo de los ocho segundos, ya sea por las buenas o por las malas, unilateralmente, guiando al pueblo elegido a la independencia.
Su deseo es liderar un nuevo frente de sediciosos ultramontanos junto con los de ERC y los de la CUP. Y de ser preciso, de faltar algún escaño para la mayoría absoluta, también con Sílvia Orriols de Aliança Catalana, con la que se identifica, aunque él niegue la mayor, plenamente. Incluso si Clara Ponsatí, de Alhora, a la que Puigdemont aborrece profundamente por haberle decepcionado, obtuviera un escaño –cosa harto improbable– la incluiría en su banda y pelillos a la mar.
Va de mafiosos. Pero lo más preocupante e inadmisible de toda la incontinencia verbal del orate de Waterloo es la amenaza que le lanza a Pedro Sánchez, a fin de que esté dispuesto a sacrificar a Salvador Illa aunque el líder del PSC gane de calle las elecciones tal y como apuntan todos los sondeos. Si Sánchez pretende seguir en la Moncloa, él debe ser president de la Generalitat. Nada de marcarse un (Jaume) Collboni. Nada de caer en la tentación de repetir lo de la alcaldía de Barcelona, pactando una mayoría con Alejandro Fernández del PP y con Jéssica Albiach de Comuns Sumar. El constitucionalismo no tiene cabida en la taifa catalana.
En el PSOE se ríen nerviosos, porque no se tragan que Puigdemont pueda retirarles su apoyo dejando caer a un Gobierno que le ha devuelto a la vida por la puerta grande. Se tranquilizan pensando que entre felones, caraduras y amorales anda el juego; y que incluso en ese nivel de bajeza y degradación política en el que todos ellos se mueven existen deudas de gratitud. La gratitud entre mafiosos. Sí, cierto. Pero olvidan los sanchistas un matiz importante. Y es que Puigdemont es mucho más imprevisible que Sánchez; más ególatra que Sánchez; más mesiánico que Sánchez; más caradura que Sánchez; pero, para colmo de males, está como una regadera.