Vaya por delante que la decisión del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de nombrar para el Tribunal Constitucional (TC) al exministro de Justicia Juan Carlos Campo y a la ex directora general en el Ministerio de la Presidencia Laura Díez, catedrática de Derecho Constitucional, no es un ejemplo de ética ni de estética. Con estos nombramientos, aunque cumplen los requisitos exigidos, Sánchez contradice afirmaciones y críticas anteriores al Partido Popular por hacer lo mismo, pero su golpe en la mesa es una respuesta, equivocada, al bloqueo impuesto por el PP y sus magistrados afines en la renovación de los órganos constitucionales, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el propio TC.

La medida de Sánchez está justificada por este bloqueo, para forzar al PP a asumir sus responsabilidades, pero podía haber elegido otros nombres no tan contaminados por su reciente paso por la política, especialmente el de Campo, que fue ministro de Justicia hasta julio de 2021. Además, la jugada puede salirle mal en cuanto al paso de una mayoría conservadora en el TC a otra progresista porque ambos –sobre todo Campo— deberán abstenerse en el examen de leyes aprobadas bajo su etapa política y poner en riesgo así la mayoría progresista.

Los nombramientos, naturalmente, han sido recibidos con gran escándalo y rasgado de vestiduras por el PP, olvidando precedentes similares, como la designación de un militante del partido, Francisco Pérez de los Cobos, para presidir el TC entre 2013 y 2017, o de un diputado como Andrés Ollero como miembro del TC, o de Enrique López, actual consejero de Justicia de la Comunidad de Madrid, o los últimos de Enrique Arnaldo y Concepción Espejel, cuya cercanía al PP es innegable.

Lo primero que ha hecho el PP ante los nombramientos ha sido afirmar que Europa no los aceptará. Lo dijeron el mismo martes en que el Consejo de Ministros tomó la decisión la secretaria general del PP, Cuca Gamarra, y el vicesecretario y eurodiputado Esteban González Pons. Este último aseguró que “eso es incompatible con las democracias occidentales y eso es incompatible con las propuestas del comisario de Justicia europeo”. El miércoles, el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, defendió la misma tesis y confirmó: “Vamos a poner en conocimiento de las instituciones europeas la politización de la Justicia y de los órganos del Estado en nuestro país”.

Pero menos de dos horas después, el comisario europeo de Justicia, Didier Reynders, enfrió el incendio que el PP pretende llevar a la UE al afirmar que el hecho de nombrar un exministro para el TC no es una novedad: “España no es el único país en esta situación”, dijo, restando importancia a la supuesta incompatibilidad denunciada por González Pons. Y Reynders añadió que “lo que pedimos sobre todo es, en primer lugar, la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que permitiría tener todos los nombramientos al Tribunal Constitucional, porque también hay nombramientos que tiene que hacer el CGPJ renovado”.

Lo que reclama el comisario europeo es precisamente lo que el PP no acepta renovar. Los actuales miembros del CGPJ llevan cuatro años con el mandato caducado, incumpliendo la Constitución. Ni siquiera la dimisión del anterior presidente, Carlos Lesmes, ha servido para que el bloqueo terminara. La renuncia de Lesmes contribuyó a alcanzar un pacto entre el PSOE y el PP, que se rompió en el último minuto por el anuncio de la reforma del delito de sedición. Ahora, Feijóo añade una nueva excusa, el nombramiento de Campo y Díez, siguiendo por el camino que abrió su antecesor, Pablo Casado.

Esta sí que es una situación inédita en Europa porque ningún argumento puede justificar el incumplimiento de la Constitución en ninguna cuestión, y menos en una tan importante como la renovación del CGPJ y del TC. La cuestión de fondo es que el PP y sus magistrados afines pretenden que la legislatura acabe sin renovar el órgano de gobierno de los jueces, en espera de una victoria electoral del PP. Al mismo tiempo, pretenden impedir que el TC –pendiente de renovación de cuatro magistrados que terminaron su mandato el 12 de junio y debían ser reemplazados como máximo el 13 de septiembre— pase de una mayoría conservadora a otra progresista.

El pacto frustrado del PSOE y el PP incluía, por cierto, una cláusula que cerraba el paso al CGPJ a los candidatos que hubieran estado en la política en los dos años anteriores, lo que hubiera impedido los polémicos nombramientos de Campo y Díez. La politización de la justicia que Feijóo denuncia ahora se hubiera atenuado si el pacto no se hubiese roto por consideraciones ajenas que no venían al caso, como la reforma del delito de sedición.