Gabriel Rufián confiesa que, cuando se baja del AVE, vive en el barrio del Fondo (Santa Coloma), en el piso de su madre, una séptima planta junto a la plaza del Rellotge. Resulta hasta simpático, pero dice barbaridades de este calibre: “Pertenezco a un mundo en el que confluyen demócrata cristianos, liberales, socialistas o comunistas”; sí, claro, y mediopensionistas, añado. Un totum revolutum que tiene por bandera el nacionalpopulismo, una parada de metro imaginaria que se llama Fin de las ideologías sobre el suelo común de la patria, la estelada y la buena cocina. Se olvida de que los pueblos van detrás de aquello que les tortura, como el trabajo digno, la libertad o el derecho a la participación en decisiones colectivas. Y de estos estadios nacen las ideologías, todas respetables, pero no juntas ni revueltas, y menos bajo la enseña nacional que las unifica, como quieren los indepes, constructores de un frente amplio en el que hoy se dice una cosa y mañana la contraria.

El alcaldable republicano de Santa Coloma de Gramenet pronto conocerá la derrota en campo propio. El Cinturón de Barcelona no perdona; es más duro que la presión de la M-30 de Madrid, a la que el portavoz de ERC en el Congreso se ha adaptado a las mil maravillas. Al encarar las elecciones municipales de abril, se habrá acabado su guerra frontal contra el aparato del Estado. Llegará el tiempo de la construcción, el establecimiento de complicidades en beneficio de todos, algo que ERC no entiende porque no está en su ADN de partido frentista y demoledor. ¿Quién le echará una mano entonces? En su barrio temen que trate de aliarse con la socialista Núria Parlon, algo imposible mientras ella siga siendo el martillo pilón contra la precariedad y el sesgo de género.

Rufián no es el primer outsider de Esquerra; vale la pena recordar el caso lejano de Francesc Vicens, aquel intelectual orgánico del PSUC en los años del hierro, amigo de Picasso y crítico de arte que se pasó a ERC en la etapa de Heribert Barrera, científico genetista y defensor del catalanismo racial; la memoria conduce al más cercano Joan Hortalà, el presidente de Bolsa de Barcelona, de toque radical y refajo adinerado o al mismo Àngel Colom, el exlíder de la Crida, afín al independentismo bizarro en eterna descomposición. El interclasismo de ERC ha sido siempre tan intenso como lo es su desnortada trayectoria.

Los republicanos quieren que el Parlament apruebe sus Presupuestos, porque, como ellos dicen, “representan al 80%”, aunque solo tengan 33 escaños sobre un total de 135 diputados. Hacen las cuentas a base de algoritmos biométricos, incluyendo a la parte incorpórea de la Cámara, o han perdido la memoria, como se vio ayer en el Senado, cuando ERC exigió la suspensión de la condena de Lluís Companys, que ya está incluida en la recién cocinada Ley de Memoria Histórica que los republicanos votaron en contra.

A lo mejor, la Esquerra de Aragonès, que Rufián refundará ahora en el extrarradio, cuenta con el ritornello barroco de Junts, liderado por Jordi Turull, reformista de matriz visceral y rito florentino. La formación exconvergente está dominada por Laura Borràs, patrocinadora de Francesc de Dalmases, el spin doctor de la presidenta y vicepresidente del mismo partido, un hombre de sesgo procaz y puño de hierro con los de abajo, como se vio en aquel pollo de arrebato matón en TV3.

Descartada su amistad de conveniencia con el PSC, a Rufián solo le queda calarse la boina y atraparse en su propio relato. El alcaldable republicano demuestra su adanismo al retornar a su origen con la pose del que atraviesa el río Besòs para ocupar el trono de un no man’s land que dejó de serlo hace mucho y que no le necesita.