Podemos muere, pero su espacio político permanece. Cuando estaba en el Gobierno, cada vez que hablaba Pablo Iglesias, los demonios de Goya se empotraban contra las paredes de la Moncloa. La supervivencia del voto que generaron las confluencias de Podemos pasa ahora por la vicepresidenta Yolanda Díaz, pero sin la cúpula que crearon Iglesias, Monedero y Errejón. Yolanda diseña una plataforma en la que no estarán presentes ni las siglas de Podemos ni el nombre del partido en las papeletas electorales de los próximos comicios.

El partido morado fenece indefectiblemente junto al andamiaje de la nueva política, que en 2015 asombró al mundo. Pero la extrema izquierda se ha mostrado incapaz de entender la praxis como un avance dialéctico hacia la mejoría de las condiciones de vida de la mayoría. Sus líderes habrán tenido tiempo de leer a Gramsci –no solo de citarlo— y de olvidar en algún cajón cerrado el marxismo populista. El pacto de los Presupuestos de 2022 en el seno del Gobierno les ha obligado a obviar el empoderamiento de los espacios políticos conquistados; han caído en la cuenta de que estos espacios son reversibles y están sometidos al permanente escrutinio de la sociedad. En los estados democráticos, los avances sociales suben y bajan; y para demostrarnos que nada está asegurado, se levanta el canónico sufragio universal, último aval de la división de poderes. Nadie puede cambiar las reglas del juego a medio partido.

La muerte de Podemos sacraliza el éxito de la dialéctica. Se impone la elocuencia de Yolanda, unida por finos hilos de tungsteno a las ministras Irene Montero y Ione Belarra. La vicepresidenta cuenta con el apoyo de los comuns de Ada Colau –en horas bajísimas— y de la vicepresidenta valenciana, Mónica Oltra, convencida de que la marca Podemos suscita “más rechazo que adhesión”. Por su parte, en la Asamblea de Madrid, Mónica García lo ve claro, como Isa Serra. El gineceo se impone por mayoría, diga lo que diga Íñigo Errejón, líder de Mas País, joven de impávida presencia y cerebro peronista. Yolanda une a la izquierda de la izquierda, mirando al centro donde yace el anhelo de las mayorías. Aprendió de Unamuno que el pueblo, a menudo quiere que lo adulen, lo diviertan y lo engañen. Llevada por su instinto, ella apuesta a ciegas, pero no busca síntesis izquierdistas sin más, ni nacionalismos autoritarios, como el catalán y el español. De momento, indaga en el hecho decisivo –la saga fuga de Pablo— que solo lo es si se vive con plenitud. No quiere impresiones fugaces e inconexas con el mundo, como el 11 de setiembre soberanista o la Hispanidad a la carta del 12 de octubre, celebrada por Díaz Ayuso como un Dos de Mayo, grito y poco más, a orillas del Manzanares.

Mientras tanto, Sánchez cierra el 40 Congreso del PSOE bajo el signo de la unidad, tras su abrazo con Felipe González, quien retoma su papel de Willy Brandt español y se quita de encima el estigma del Pepito Grillo. Luis Arroyo, espectador privilegiado y presidente del Ateneo de Madrid, corazón ilustrado del país, da por zanjadas las enormes diferencias de antaño. En apenas un lustro, el PSOE vuelve al centro del espectro político vindicando su espacio real: la socialdemocracia en consonancia con los tiempos europeos, marcados por la victoria del SPD alemán y la ventaja demoscópica de Hidalgo, la alcaldesa de París.

La transversalidad gana y Sánchez anuncia su apuesta por un cambio en la Constitución que exigiría el apoyo del PP. El centro-izquierda español empieza su despegue respecto a los nacionalismos duros, auténtico obstáculo de su propuesta federal. La Moncloa exige el fin de la indefinición de ERC y sabe que la declaración de Otegi, sin perdón ni arrepentimiento, no puede ser considerada más que como un intento vano de mantener a ETA dentro de la agenda histórica del nacionalismo abertzale. Yolanda Díaz abre un proceso de convergencia en la izquierda, afirmando que “los partidos deben ser secundarios” y constatando que el abandono de Iglesias solo fue el primer paso. Por su parte, la izquierda tradicional vira hacia el centro y estrena una nueva etapa integradora. Félix Bolaños, el número dos de Sánchez, es entronizado en los altares del PSOE, con Felipe por la derecha y Zapatero por la izquierda. El hundimiento de Podemos cimenta el frente amplio, PSOE-Yolanda, e inicia el camino hacia una mayoría con menores renuncias territoriales.