Los indepes parten de que la República ya fue proclamada en el Parlament (entre la balaustrada de arriba y la escalera interior marmórea), el 27 de octubre del año pasado, y solo queda defenderla; mantienen vivo el esquema mental de la Gran Serbia de Milosevic. Belgrado quiso replicar el nacionalismo centrífugo plasmado en la República Federal Alemana, mientras que la Cataluña actual, de Torra, Junqueras, Puigdemont, Mas y los Jordis, se aferra al nacionalismo centrípeto, que se plasma en el ombligo. Estos dos nacionalismos simbolizan el choque entre el protestantismo y Roma; son Lutero por oposición a Erasmo; Calvino contra Castaglio; Rembrandt frente a Rubens; el espacio vital germánico (Lebensraum) frente a la choza. Y de los dos, a cual peor.
El soberanismo ha creado una metarrealidad y solo le falta encarnarla en el plano físico. Debajo de sus principios, replica siempre un funcionalismo dual: dos legislaciones paralelas, la Constitución y las leyes de desconexión; dos realidades, la España constitucional y la República catalana; dos estadísticas, la mayoría parlamentaria indepe y la minoría social indepe y, para rematar, dos estados de ánimo cara a cara. Puigdemont promete una síntesis en su libro aparecido ayer, La crisis catalana, una oportunidad para Europa (La Campana), convencido de que el conflicto “entre Cataluña y el Estado pasa por una mediación de Europa, y pienso que el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, estaría dispuesto a mediar”. Algo no va cuando Torra se embosca y Puigdemont negocia. El expresident ya se aburre en Waterloo y quiere pasar por un box-to-box, el todocampista del argot futbolístico.
Ajenos a las exploraciones de hemeroteca, los muchachos acampados en la plaza de Sant Jaume se van en busca de enclaves más umbríos. Me consta que en los ríos del norte, estos chicos de piquete y enseña restañan ahora sus heridas y reavivan su juramenteo: “Danos una voz, president, y acudiremos, ¡como un solo hombre!”. Con el impacto de los descalzos zumbándole en los oídos, a Quim Torra (rentista gris y editor enhebrado por un subidón) se le incendia la garganta hablando de llegar hasta el final.
¿Por dónde empezarán? ¿Se autoproclamarán antes de echarse al monte? Ya huelo la pólvora de la próxima carlinada, con los jóvenes bárbaros de Torra fundando pequeños núcleos de territorios liberados. En fin, el Govern pío de dominicos descalzos, benedictinos y damas negras (todos secularizados por la gracia de Dios) siempre encontrará algún capellán que les de la bendición antes de liarse a mamporros con el público bonachón que inunda salas de teatro, plateas, auditorios y libros de viejo. El derecho de los pueblos a decidir por sí mismos se ha traducido en el derecho de los jefes a disponer de sus pueblos. Al hablar en nuestro nombre, Torra y los suyos imponen una arbitrariedad sobre los derechos individuales; y por eso, tanto Bruselas como Naciones Unidas rechazan a la minoría que comanda el procés; saben que no respeta la ley y que pronto lesionará el habeas corpus de los desafectos.
La monoglosia de esta vanguardia destila odio por la cultura en lengua castellana; y de este ensañamiento nace una forma especial de barbarie. Pero no una barbarie primitiva, sino bastante erudita o simplemente trabajada. Pensando en que la remodelación de la identidad colectiva exige mentes frontalizadas, los indepes manejan la semiótica del poder en escenarios urbanos (la Diagonal de Barcelona o el centro de Vic, con la voz orwelliana de fondo) y luego los revisitan machaconamente a través de los media (TV3 y Catalunya Ràdio). Pero deshagamos un mal entendido: los indepes no son tan buenos en el arte de la comunicación, aunque en Madrid se diga que sí lo son para justificar la parálisis del discurso español en Cataluña.
Las falanges indepes --los CDR y otras tribus-- desconocen el fondo de la cultura nacional que defienden; son conversos, por así decir, que han aprendido a manipular las referencias. Rompen con el pasado, como lo hicieron los futuristas de Marinetti antes de entregarse a Mussolini, antesala de la muerte como una de las bellas artes. Destruyen puentes afortunadamente simbólicos como los ustachas croatas tiraron el puente de Mostar para acabar con una pasarela entre dos culturas: Bizancio y el islam. Cuando Sarajevo presumía de ser la capital de la Eslavia del Sur, en relación a la vieja Yugoslavia, los chetniks serbios destruyeron la biblioteca que contenía los archivos irremplazables de Bosnia; cometieron un memoricidio, en palabras de Juan Goytisolo; lo mismo que tratan de hacer ahora los indepes con la huella de Cervantes.
En la República celestial no habrá partido único, pero la prensa y la opinión estarán más o menos controladas; más o menos porque, como nos vende Carles Puigdemont, se trata de construir una legitimidad provisional “basada en el sentimiento nacional, como única forma de cohesión”. ¿La violencia está descartada? Dejémoslo en que no la ven necesaria, hasta que ellos --falsos austracistas-- ostenten su monopolio. Llegado el caso, lo veremos, pero hasta entonces, la palabra, como el algodón, no engaña.
El neonacionalismo discurre así: “Aunque vivamos ebrios de arcaísmo, seremos los portadores del secreto de la voluntad del pueblo”. Ni más ni menos. Nadie podrá decir que no saben lo que se hacen. El sentir justo de esta gente va al encuentro de las palabras cargadas de odio, pronunciadas por ultras antieuropeos, como Milos Zeman, Orbán o Matteo Salvini.
Pues bien, si llevados por la metafísica, los indepes pecan de frentismo y beligerancia unilateral, están en su lamentable derecho. Pero, por favor, que no nos metan a todos en su trágala.