Se cumplen cinco años de la intentona separatista de 2017, y una década del inicio del procés, cuando Artur Mas convocó, a finales de septiembre de 2012, las primeras elecciones autonómicas con voluntad plebiscitaria. El resultado ha sido un desastre monumental, sin paliativos, y el daño causado a la sociedad catalana en su conjunto, enorme. Las responsabilidades recaen exclusivamente sobre los partidos y dirigentes independentistas, más allá de lo equivocado que pudo estar el Gobierno de Mariano Rajoy, cuya actuación ya he juzgado otras veces como negligente y desnortada. Analizar ahora las jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017 supone hacerlo sobre la última fase del procés, la etapa de insurrección que se llevó a cabo con la excusa del referéndum, convertido en la quintaesencia de la democracia, y también bandera de enganche para la izquierda podemita y colauista.

Ya en su momento escribí que los hechos sucedidos ante la consejería de Economía del entonces vicepresidente Oriol Junqueras el día 20 de septiembre, cuando las masas convocadas por las entidades civiles que dirigían los Jordis intentaron evitar la salida de la comitiva judicial, no fue más que el primer gesto para validar por la vía del desbordamiento callejero el golpe parlamentario en la cámara catalana. Lo que sucedió en el Parlament fue una auténtica ignominia democrática porque la mayoría separatista no solo actuó de forma ilegal, sino también ilegítima.

En los últimos años, una parte del independentismo y de sus líderes ha reconocido que no tenían mayoría social para hacer lo que hicieron en 2017. Por eso ahora ERC tiene como prioridad absoluta crecer en la región metropolitana para algún día volver a intentarlo, aunque la historia ya sabemos que nunca se repite de la misma forma. En cualquier caso, los líderes del procés sabían perfectamente que lo que hacían era ilegítimo y socialmente divisorio. La victoria de Junts pel Sí en las elecciones de 2015 fue amarga porque el plebiscito implícito que convocaron lo perdieron, como la misma noche electoral les recordó Antonio Baños, cabeza de lista de la CUP ("La DUI iba ligada al plebiscito: no hemos ganado el plebiscito, luego no hay DUI", declaró en rueda de prensa).

La hoja de ruta unilateral en 18 meses quedó invalidada, y el Govern de Carles Puigdemont no tuvo más remedio que, para evitar ir de nuevo a elecciones, dar otra patada adelante al procés regresando al referéndum como fórmula para agitar a las masas, enfrentándolas al Estado de derecho. El problema es que los dirigentes separatistas acabaron siendo víctimas de sus propias mentiras, del engaño repetido durante años sobre el derecho a decidir como sinónimo de autodeterminación, y de la pelea constante entre republicanos y neoconvergentes por liderar el independentismo.  Y en último término cayeron en la trampa de su propia estrategia chantajista: creyeron que, amenazando con la secesión unilateral y montando un buen pollo en las calles de Barcelona, Europa cogería a Rajoy por la oreja y le obligaría a negociar una consulta.

Solo así se entiende que después de aprobar la ley del referéndum, el 6 de septiembre, la mayoría independentista votara la ley de transitoriedad jurídica de la república catalana, con la que el Parlament se situó completamente fuera del Estado de derecho. Como este miércoles explicarán algunos de los diputados de la oposición que en 2017 estaban en la Cámara catalana, en un acto organizado por Societat Civil Catalana, fue una mentira de consecuencias devastadoras.

Si machaconamente vas repitiendo que te asiste el derecho a la autodeterminación, que puedes ejercerlo contra la mitad del arco parlamentario y la mitad de tu población, y que la Constitución y el Estatuto no pueden ser un obstáculo para tus deseos, que revistes además con invocaciones a la libertad, la democracia, y la justicia, etc., acabas envenenado el cerebro de mucha gente. No obstante, los partidos y dirigentes independentistas tampoco se gustaron el 6 y 7 de septiembre de 2017, porque la tensión que se vivió en el Parlament fue un reflejo del carácter autoritario de la insurrección que estaban alentando. Vale la pena recordarlo, porque la victoria simbólica que obtuvieron el 1 de octubre, no puede esconder la ignominia democrática de su planteamiento.