Nos acabamos de convertir en el sexto país del mundo que aprueba la eutanasia, con lo que ya no hará falta el turismo suicida que hasta ahora solo se podían permitir los dimisionarios de posibles, mientras los demás se quedaban en la camita muriéndose, sí, pero de asco, cuando lo que realmente les apetecía era marcharse de este valle de lágrimas de una maldita vez. Hace unas décadas, los desplazamientos al extranjero eran para abortar, lo cual también concedía ciertas ventajas a las casquivanas de clase media alta (las otras, a apañarse con una percha o a dejar el bebé en el torno del convento de las hermanas). En España, poco a poco, la sensatez se va imponiendo, aunque nunca sin la oposición de los Grandes Amigos de la Vida, una gente que, curiosamente, suele estar a favor de la pena de muerte o de los fusilamientos masivos de enemigos de la patria.

Personalmente, creo que el aborto --que se aprobó antes-- es susceptible de generar más dudas morales que la eutanasia, aunque haya quien se lo tome como la extracción de un grano en el culo: ni tanto ni tan calvo, la verdad; aunque uno esté a favor del aborto, se siente incapaz de negar el ingrediente inevitablemente traumático de la experiencia; una experiencia que, si tengo que hacer caso a las mujeres que me la han contado, más vale saltársela.

Por el contrario, me cuesta encontrarle disyuntivas morales a la eutanasia. Cuando ves que ya no das para más, que la cosa no mejora ni mejorará, que farfullas más que hablas y que te lo haces todo encima con una frecuencia pasmosa, yo diría que estás en tu derecho de quitarte de en medio para dejar de sufrir y de hacer sufrir. Pero en España, la derecha y la Iglesia siempre han visto con muy malos ojos el easy way out: como se supone que hemos venido a este mundo a sufrir, ¿qué mejor ocasión para hacerlo que en tus últimos años, aunque tú pienses que te has ganado un respiro antes de diñarla?

Hay sitios en los que legalizar la eutanasia no es necesario porque todo el mundo duerme con una pistola debajo de la almohada. Es el caso de Estados Unidos, país en el que, cuando ya no puedes con tu alma y con tu cuerpo, te arrastras hasta el cajón en el que guardas la Glock 19, te vuelas la cabeza y aquí paz y después gloria. Pero en España, hasta ahora mismo, todo eran problemas, como demostró Alejandro Amenábar en su película sobre Ramón Sampedro, Mar adentro. Los únicos problemas los van a plantear los que se oponen a la interrupción voluntaria de una seudo vida, que ya empiezan a adoptar la actitud habitual, la misma que cuando el aborto o el matrimonio homosexual, iniciativas que solían presentar a su parroquia como obligatorias. Y no lo eran, aunque la posible obligatoriedad de la homosexualidad yo creo que le daba morbo a más de un Torquemada con o sin sotana.

Quitarse de en medio tampoco va a ser coser y cantar con la nueva ley. Se admite la cláusula de conciencia en los médicos para esquivar su participación en la eliminación del cesante de turno, quien, a su vez, deberá decir hasta cuatro veces que sí, que se quiere largar. Y aunque los que se oponen al aborto y al matrimonio gay --obligatorios en España por culpa de los comunistas, como todo el mundo sabe-- ya se imaginan a miles de miserables recurriendo a la ley para eliminar a papá o a mamá y hacerse con su fortuna, esa perspectiva no resulta muy verosímil y, además, muestra una desconfianza en la especie humana impropia de personas de orden.

Solo lamento que, con esta nueva ley, se hayan olvidado de los suicidas. Muchos de ellos preferirían una buena sobredosis de morfina en un hospital --el Propofol también está muy bien, como nos recuerda Michael Jackson desde el Más Allá-- a tener que atiborrarse de alcohol y pastillas, arrojarse a la vía del metro, tirarse por la ventana o meter la cabeza en el horno. Esto no es América y aquí nadie guarda una Glock 19 en el cajón, lo cual ya les está bien a los falsos suicidas --los que solo buscan llamar la atención--, pero no a los que van en serio con su hastío vital. Pensemos que no hace falta llegar a los 90 y ciscarse encima para largarse de este mundo cruel. Hay quien a los 27 --sobre todo, en el mundo de la música pop-- ya ha tenido bastante de esta experiencia sobrevalorada a la que llamamos vida y agradecería que le ofrecieran alguna alternativa a la sobredosis o la escopeta metida en la boca. Tal vez deberían dar su consentimiento ocho veces en vez de cuatro, para moderar esas prisas tan normales en la juventud, pero eso debería ser todo: el suicida, no lo olvidemos, es alguien al que la vida le ha decepcionado y que pasa de quedarse hasta el final de la fiesta. Deberíamos ir pensando en él a la hora de indicarle la puerta de salida.