La figura del enemigo público número uno estaba ligeramente de capa caída hasta que apareció Vladímir Vladimirovich Putin, esa mezcla de Stalin y Hitler (con un punto de villano de película de James Bond) que ahora, en mi opinión, interpreta a la perfección el papel del Canalla Global.

El hombre siempre fue de natural autoritario, expeditivo y mafioso, pero de un tiempo a esta parte, se ha venido arriba, cada día va por ahí más desabrochado y parece convencido de que puede hacer lo que se le antoje sin arrostrar más inconvenientes que esas sanciones tirando a inútiles que le aplica la comunidad internacional.

Con la invasión de Ucrania dio un paso de gigante en su camino hacia la animalidad total, pues hasta entonces se dedicaba a beneficiar a sus amigos y a destruir a sus enemigos interiores, y la respuesta del (llamado) mundo libre está dejando bastante que desear, como si no nos hubiésemos dado cuenta de que Putin debe perder esa guerra por el bien de todos nosotros (incluidos los pacifistas antiarmamento, convencidos, ¡angelicos!, de que hablando se entiende la gente).

Si la gana, que Dios proteja a los países vecinos de Rusia (recordemos que el tirano ya ha dictado una orden de detención contra la presidenta de Lituania por haber demolido un horrendo monumento soviético), que serían los primeros en palmar (y luego podría tocarnos a los demás, sobre todo si Donald Trump gana las próximas elecciones y cumple su promesa de dejarnos tirados a los europeos si no aumentamos el gasto en defensa y nuestra contribución económica a la OTAN).

De hecho, Putin ya nos ha amenazado en un reciente discurso. Ante la propuesta de Macron de enviar tropas a Ucrania (que no me parece tan descabellada, aunque incluya ese inevitable elemento de grandeur gaullista que lleva años rozando el ridículo), el infame Vladímir nos advierte de la eficacia de su material nuclear, que, según él, dispone del alcance suficiente como para destruir importantes capitales europeas (incluida París, mon cher Emmanuel). Y lo hace adoptando, con todo su papo, el papel de humanista que adora la paz y que no quiere verse obligado a volarnos a todos por los aires por nuestra mala cabeza: si queremos estar a salvo, hay que dejar que Vladímir siga haciendo lo que le salga de las narices (algo que le resultaría bastante más fácil con el animal de Trump en la Casa Blanca).

Aunque sea más fácil decirlo que hacerlo, creo que es el momento de no dejarse amedrentar por el matón de Leningrado. De ahí que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, haya dicho que hay que rearmarse, invertir más dinero en defensa y prepararse para lo peor. No ha llegado a los extremos de gallarda grandeur de Macron, pero su discurso va en la misma dirección: con una bestia como Putin no hay diálogo posible ni espacio para el pacifismo, o si quieres la paz, prepárate para la guerra.

Sí, es muy triste estar así a estas alturas del siglo XXI, aunque también es verdad que, en el fondo, nunca hemos superado la época de las cruzadas. Y si hay en estos momentos una cruzada evidente es la de las personas decentes contra Vladímir Putin. No nos sirven las alharacas pacifistas, ni las viejas excusas de que con lo que se gasta en armamento se podrían construir infinidad de hospitales y bibliotecas: ¿de que nos servirían los hospitales y las bibliotecas después de ser desintegrados por los misiles nucleares del matón de Moscú?

Me consta que el armamentismo tiene muy mala prensa, y que no faltarán las almas nobles a las que les moleste lo que ha dicho la señora Von der Leyen (y sí, todos preferimos que se gasta nuestro dinero en bibliotecas en vez de en tanques y drones), pero la situación es la que es y no sirve de nada mirar hacia otro lado porque, de momento, solo están pringando los ucranianos, que nos caen muy lejos. La fase expansionista de Putin se está alargando y desmadrando y hay que pararle los pies como sea. Puede que la machada de Macron resulte excesiva, pero el mensaje de Von der Leyen se me antoja de una extremada sensatez.

De hecho, puede que Vladímir Putin haya empezado a cavar su propia tumba. El mundo suele dejar en paz a los dictadores mientras se limitan a jorobarles la vida a sus compatriotas (recordemos lo bien que se lo montó el general Franco), pero cuando extienden sus tentáculos hacia el exterior, se meten en camisas de once varas y lo acaban pagando caro (pensemos en Sadam Hussein y su invasión de Kuwait: hasta entonces, nadie intervenía en las actividades del sátrapa en su Irak natal).

La avaricia suele romper el saco, como comprobó Adolf Hitler hace más de medio siglo, y si Putin sigue en esa línea de grandeur entre soviética e imperial, puede acabar pasándole lo mismo que al inventor del nazismo. Para que eso suceda, claro está, hay que hacer algo, y la presidenta de la Comisión Europea acaba de marcar el camino: mal que nos pese, tenemos que armarnos hasta los dientes por lo que pueda suceder. Y al pacifismo, si eso, ya volveremos cuando nos hayamos librado de Vladímir Vladimirovich, si no hemos acabado antes como el pobre Alexei Navalni.