Como tantos otros españoles, también yo estoy indignado con el presidente del Gobierno por haberse acercado al festival de Benicasim, pero no porque lo haya hecho en un avión de la Fuerza Aérea, sino porque se plantó en el FIB para ver a un grupo tan irrelevante como The Killers, unos tipos de Las Vegas que se dedican al reciclaje de canciones de etapas más brillantes del rock e intentan colarlas como grandes aportaciones a este género moribundo. Yo entendería que el presidente llegara a secuestrar un avión para ver la improbable reunión de la formación original de Roxy Music; o que fuese a ver actuar en directo a los Stones, aunque sea lo más parecido que haya a visitar a tu padre en el geriátrico; o, incluso, que quisiera ver cantar al holograma del difunto Roy Orbison, que actuó hace unos meses en Londres con gran asistencia de público… ¿Pero a los Killers? En fin, igual a su mujer le gusta el líder de la banda, Brandon Flowers, compositor ramplón y mediocre cantante que, para más inri, resulta que es mormón. ¿Todo ese esfuerzo, más la posibilidad de irritar al contribuyente, para ver a un mormón, Pedro? Cómo se nota que no sabes nada de la que, a mi entender, es la religión más grotesca del mundo.

Todas las religiones se basan en una colección de patrañas más o menos bienintencionadas, pero los mormones se llevan la palma. Según su fundador, Joseph Smith (1805–44), se le apareció un día el arcángel Moroni y le contó una serie de cosas de esas que hacen arder el pelo y que el transcribió en The book of Mormon, una joya del humor involuntario que, lo reconozco, a veces me salva de la melancolía (me llevé a casa un ejemplar que encontré en la mesilla de noche de un hotel de Filadelfia en el año 2003), pero que constituye una antología del disparate religioso sin igual. Y lo de Moroni… En inglés, la palabra moron significa tonto, idiota o merluzo. Como me dijo en cierta ocasión el novelista neoyorquino Gary Shteyngart, hablando del arcángel Moroni: “Siempre he dado por supuesto que la i del final es muda”. La única gracia de Smith es que lo ajusticiaron dos veces (una más que Cristo): estaba detenido por poligamia en una cárcel de Carthage, Illinois, cuando una turba la tomó por asalto y lo arrojó por una ventana; como sobrevivió por poco al golpe, lo apuntalaron contra un muro y lo fusilaron.

No digo que haya que hacer lo mismo con Brandon Flowers, que igual es un muchacho excelente, pero todo un presidente del Gobierno no debe hacer el ridículo de esta manera por ir de moderniqui, costumbre arraigada en el PSOE desde la visita de Mick Jagger a Felipe González cuando la Movida. En ese momento, ya fue glorioso ver a todos los ministros hablando maravillas de los Stones, cuando todos sabíamos que siempre los habían despreciado y que la banda sonora de su juventud se la habían puesto Paco Ibáñez, Quilapayún y puede que hasta Lluís Llach. No negaré que hay un esfuerzo loable en la actitud sociata ante el pop que no se encuentra en la derecha (con Julio Iglesias, Bertín y La Oreja de Van Gogh van que chutan), ni en la extrema izquierda (capaz de concluir sus mítines con L´estaca), ni entre los nacionalistas catalanes, que no van más allá de Llach, Els segadors y El cant de la senyera. Pero no basta con ese esfuerzo, pues seguro que en casa escuchan a Sabina. La relación de nuestros políticos progres con la música pop siempre ha sido una catástrofe a la que jamás ha llegado ese cambio que siempre prometen. Bueno, tampoco ha llegado a la sociedad española en general, pero ése ya es un tema de mayor enjundia: de momento, nos quedaremos con el absurdo viaje para oír cantar a un mormón, que no es poco.