El guerracivilismo vive una era dorada en la España actual. Tras unos años levemente adormecido, vuelve por sus fueros gracias a partidos políticos como Podemos y Vox, cuyos dirigentes y votantes parecen convencidos de que 1936 fue un gran año y de que nunca pasa el tiempo suficiente para volver a ganar una guerra o para intentar ganarla, ni que sea moralmente, ocho décadas después de haberla perdido. Y si a usted no le convence el bendito espíritu de la Guerra Civil, pues le acusarán de formar parte del régimen del 78 --¡ese timo a la democracia, esa engañifa a la justicia social!--, de formar parte de una casta extractiva, de ser un calzonazos moral o un facha de mierda o un rojo dispuesto a volver a construir chekas con sus propias manos.

El guerracivilismo no descansa ni durante un funeral de estado: basta con ver la reacción en las (malditas) redes sociales de mucha gente ante lo que a mí me pareció un paripé más o menos digno en el que todos los asistentes se comportaron con corrección --hasta Quim Torra pareció una persona normal y no soltó ninguna de sus habituales groserías anti españolas-- y que trató de imbuir de cierto espíritu de unidad ante la desgracia a la sociedad española. Sí, de acuerdo, se podrían haber ahorrado los aplausos finales a los difuntos, pero aparentar regocijo ante las desgracias se ha convertido en una costumbre entre nosotros y se considera un homenaje a los que la han diñado de una u otra manera, aunque a algunos nos siga pareciendo un hábito absurdo que deberíamos eliminar.

Si uno entraba en Facebook los días siguientes al funeral de estado (no sé qué pasó en Twitter porque yo por ahí no me acerco: lo considero el rincón del majareta con mala baba), se topaba con gente echando pestes del asunto. Algunos, menos mal, con humor. Otros, guerracivilistas de pro, con una mala uva tan considerable como exagerada. Cierto es que hubo algún que otro motivo de risa en la ceremonia, como el traje de Pablo Iglesias, que le venía grande, como si se lo hubiese prestado alguien más corpulento y con los brazos más largos, aunque tal vez era un homenaje al David Byrne de Stop making sense. La mascarilla con estampado de tiburones del doctor Simón daba un poco de grima, pero bastaba con un comentario irónico al respecto, no hacía falta ponerlo al pobre de hijo de perra para arriba: por motivos que ignoro, este señor gris de voz aflautada despierta pasiones contradictorias entre los partidarios del guerracivilismo; mientras los que se consideran de izquierda o de extrema izquierda lo consideran un héroe de los tiempos modernos y, prácticamente, un santo laico, a los de la trinchera de enfrente les parece un cínico, un desgraciado y un mata viejas; unos y otros deben ser más perspicaces que yo, pues solo he conseguido ver a un señor que, en el peor de los casos, no sabe muy bien por donde le da el aire, pero no merece la beatificación ni el cadalso. ¿Que se podría haber ahorrado el tapabocas con tiburones y la foto de ángel del infierno de El País? Probablemente, pero ni una cosa ni otra lo convierten en un canalla o en un ser providencial.

Meritxell Batet se la ganó, pese a ir vestida rigurosamente de negro, por la raja de su falda (¿homenaje a Estopa?), que a muchos les pareció ofensiva, indignante y más propia de una cabaretera que de la presidenta del Congreso. Hubo quien dijo que su madre no la había enseñado a sentarse, pues en las fotos en las que ocupaba su sillita se le veía un buen muslazo. Y así sucesivamente. Hubo quien no vio la bandera española y se lo tomó como una nueva concesión del anticristo Sánchez a sus socios separatistas. No faltó quien consideró las sillas blancas una muestra de cutrerío y se preguntó, retóricamente, de qué chiringuito playero las habían sacado. Curiosamente, nadie se quejaba de la inasistencia al funeral de Vox, ERC, Bildu, BNG y la CUP, que quedaron como lo que son, unos sectarios, unos fanáticos y un personal muy poco recomendable.

Los españoles somos muy dados a reírnos de lo que no podemos arreglar. Durante el franquismo nos doctoramos en esa especialidad. Ahora la conservamos y a mí me parece muy bien, pero hay una gran diferencia entre chotearse de la mascarilla de los tiburones y acusar a quien la lleva de ser un monstruo insensible que, en el fondo, se alegra de haberse llevado por delante con su maldad y su incompetencia a miles de seres humanos. Tampoco es lo mismo reírse del modelito Stop making sense de Pabloide --digamos en su favor que todo lo que se pone le sienta mal, pero que, por lo menos, siempre usa ropa barata o que parece prestada-- que considerarlo el Stalin español, cuando solo es un arribista incoherente capaz de comprarse un casoplón feísimo.

El guerracivilismo sirve, entre otras cosas, para matar moscas a cañonazos. Sí, tenemos unos políticos que dan pena, pero por motivos más graves que unas hombreras a lo Locomía o la raja de su falda. El funeral de estado fue un espectáculo discreto y bienintencionado sobre el que, evidentemente, siendo los españoles como somos, se pueden hacer bromas. Pero usarlo como excusa para dar rienda suelta al odio visceral que muchos albergan es pasarse varios pueblos. A fin de cuentas, solo era un trámite necesario e inevitable en el que nadie metió la pata ni hizo (excesivamente) el ridículo. Llámenme pusilánime, pero yo con eso ya me doy por satisfecho.