Un político puede generar admiración, grima o indiferencia. Las tres opciones parten de una realidad previa: que entiendes al sujeto en cuestión y tomas nota, para bien o para mal, de sus actividades. En el caso de Mariano Rajoy Brey --por lo menos, para quien esto firma-- la realidad previa no existe: yo a Rajoy ni lo entiendo ahora ni lo he entendido nunca. Aznar era otra cosa. Yo lo detestaba, pero lo entendía perfectamente y sabía qué clase de persona era, el típico bajito megalómano que se consideraba un líder mundial y que ahora debe conformarse con ladrar su rencor por las esquinas de la sede de la FAES, esa fundación creada para influir en la sociedad y en su propio partido; o sea, para molestar desde una falsa jubilación anticipada, sacándose de la manga conceptos tan brillantes como la imprescindible renovación del centro derecha en España.

Aznar es un hombre con una misión: incordiar a propios y extraños para que todo el mundo haga lo que él cree que se debe hacer. Pero Rajoy... ¿Cuál es la misión de Rajoy en esta vida? Hace unas semanas era el presidente del Gobierno, perdió el cargo con una moción de censura, hizo las maletas en un par de horas y ya lo tenemos de regreso a su apasionante trabajo como registrador de la propiedad en Santa Pola, bella localidad levantina donde en tiempos se solazó a base de whisky el inolvidable Santiago Bernabéu. Como esos camareros gallegos que se han tirado toda la vida en Madrid o Barcelona y un buen día se jubilan, se vuelven al pueblo a charlar con las vacas y no vuelves a saber nada de ellos, Rajoy parece haberse tomado la política como una fase muy larga de su vida que se puede olvidar en diez minutos. Como Fray Luis de León y su célebre "como decíamos ayer", el hombre se ha sentado ante el mismo escritorio de hace veinte años, ha ordenado bolígrafos y tampones y ha vuelto al tajo como si ya se hubiera olvidado de su época presidencial.

¿Ustedes lo entienden? Yo no. ¿Para qué se agarraba tanto al sillón cuando estaba en política si a la primera moción de censura se vuelve a Santa Pola y allá se las apañe el partido? En el PP tampoco había una prisa excesiva por deshacerse de él porque, como se está comprobando estos días, no abundan entre sus posibles sucesores los caudillos providenciales. Podría haberse quedado de jefe de la oposición, limpiar un poco el partido --que falta le hace--, esperar a que los sociatas metan la pata --es su especialidad-- y volver a la carga en un plazo de tiempo razonable. Eso haría alguien que llevara la política en la sangre, ¿no?

Su manera de gobernar ha sido incomprensible: frases rimbombantes que no llevaban a ninguna parte, vagancia escandalosa, tendencia a dejar que los problemas se solucionen solos o se pudran, ineptitud y galbana absolutas ante el problema catalán, visitas a Angela Merkel para recibir órdenes... Ni una sola iniciativa, ni una idea brillante, ni un intento de combatir la corrupción del PP... ¿Pero para qué quería ser presidente este hombre? ¿Alguien me lo podría explicar, por favor?

El País publicó hace años la foto que tal vez defina a Mariano Rajoy. Se le ve en una escalera, hacia la mitad de los peldaños, y, como el gallego proverbial del dicho popular, no queda claro si la está subiendo o si la está bajando. Les aseguro que me tiré un buen rato mirando esa foto y que nunca llegué a nada concluyente sobre el hombre en la escalera. Compadezco al negro que le escriba las memorias o una biografía sobre él porque puede tirarse meses para llegar a la misma conclusión a la que llegué yo en dos segundos con la foto de la escalera: que a Mariano Rajoy Brey no hay Dios que lo entienda. Y que es el político más raro, enigmático y abstruso de la democracia española.