Cuadro de Fernando el Católico atribuido a Michel Sittow

Cuadro de Fernando el Católico atribuido a Michel Sittow

Pensamiento

Fernando el Católico, el rey árbitro

Su mediación en el conflicto de los remensas dejó rencores a los que tuvo que enfrentarse en vida e incluso después de muerto

24 junio, 2018 00:00

Fernando el Católico ha sido un rey maltratado por la historia. Desde el siglo XVIII, en Castilla los historiadores lo han relegado por representar a la Corona de Aragón y, por tanto, quedar muy lejos del esencialismo que ha asociado lo castellano con lo español. Tampoco en Cataluña tuvo mejor suerte, hasta que en los años treinta del siglo pasado Vicens Vives revalorizó su persona y su reinado enfrentándose a la interpretación catalanista de Rovira i Virgili de rey de dinastía castellana en tierra extraña. Después de esta polémica, la figura de Fernando fue en ascenso hasta equipararlo con su esposa, la tan enaltecida Isabel, excesos hagiográficos incluidos. Se comprende que la reciente exposición, organizada en Zaragoza en 2015 para conmemorar el quinto centenario de la muerte de Fernando el Católico, tuviese un subtítulo muy representativo de cuál es la imagen del monarca entre los aragoneses: "El rey que imaginó España y la abrió a Europa".

Entre todos los episodios vividos por el rey en tierras catalanas, y entre todos los enfrentamientos y negociaciones con los que tuvo que lidiar, quizás la solución que dio al conflicto agrario de los remensas (1472-1486) fue la que más condicionó la valoración de su figura, tanto en vida como en la posteridad. La crisis bajo medieval (pestes, hambre, guerra, etc.) agravó las durísimas condiciones de trabajo de los campesinos y los malos usos que los señores les imponían. Uno de esos derechos más protestados fue aquel que impedía que el payés y su familia pudiese abandonar las tierras del señor, aunque fuesen personas libres, si no le pagaban una cantidad como redención o remensa. El precio de este rescate era objeto de negociación y variaba según lugar y señor, aunque nunca debía superar la tercera parte del valor de todos los bienes que en ese cambio de domicilio se podían llevar (muebles, ropa, animales, etc.). Las exigencias para abolir este y otros cinco malos usos (eixorquia, intestia, cugucia, ferma d’espoli y àrsia) provocó el estallido del problema remensa durante el reinado de Juan I (1387-1396), y que continuó en los de sus sucesores (Martín el Humano, Fernando I y Alfonso el Magnánimo) hasta que que se convirtió en uno de los factores clave en la guerra civil (1462-1472) entre Juan II --más proclive a solucionarlo a cambio de dinero-- y las clases dirigentes catalanas --contrarias a cualquier acuerdo--.

El pleito de los remensas demostró que la sociedad catalana era tan plural como tantos intereses sociales, económicos y políticos tenían los señores respecto a los campesinos, tenían los payeses remensas ricos hacia los pobres o el rey frente a las poderosas elites urbanas y rurales. Ni negociaciones ni diálogo ni pacto, los catalanes de uno y otro lado fueron incapaces de alcanzar un acuerdo. La guerra no solucionó nada. Salvo excepciones, los señores seguían exigiendo el pago por los derechos --incluso los atrasados por la guerra--, por el contrario los campesinos se negaban a hacer, lo que motivó que, en ocasiones, se alzaran en armas.

Al morir Juan II en 1479, su hijo el nuevo rey Fernando tuvo que optar entre la ambigüedad o la implicación como árbitro. El levantamiento remensa encabezado por Pere Joan Sala dividió a los payeses, partidarios unos del acuerdo, otros de la abolición absoluta del dominio señorial. El conflicto acarreó enfrentamientos sangrientos, respuestas guerrilleras de remensas, saqueos señoriales a caballo y ejecuciones ejemplares de radicales, como la de Sala a comienzos de abril de 1485. Entre unos y otros llevaron a Cataluña a la ruina.

Fue en este contexto de profundas diferencias entre los señores por un lado y entre los campesinos por otro, cuando se aceptó que el rey fuera el que plantease una solución al pleito. Después de muchas conversaciones y de restituciones de castillos y de bienes incautados, el 22 de abril de 1486 se pudo dictar una concordia, conocida como Sentencia Arbitral de Guadalupe por haber sido promulgada en este monasterio extremeño.

La sentencia reconocía el derecho de los señores a seguir cobrando como titulares de sus dominios y a recibir distintas indemnizaciones, los payeses radicales habían perdido en su lucha por la abolición de esos impuestos. Sin embargo, el campesino ya podía marcharse sin necesidad de pagar una redención y podía llevarse sus bienes muebles, además de quedar sin valor aquellos impuestos que se cobraban sin contraprestación alguna del señor. Y los seis malos usos quedaban definitivamente abolidos por injustos y eran declarados nulos de pleno derecho, a cambio de una compensación económica de 60 sueldos barceloneses. Otros, como el mal uso del maltrato, eran abolidos sin redención alguna. No fue una sentencia sin ejecuciones: los líderes remensas más radicales fueron condenados a muerte y a otros les condenaron a multas muy onerosas.

La aplicación de esas y otras cláusulas recaudatorias de la sentencia fue también negociada y ejecutada por intermediarios de unos y otros, aunque en algunos momentos el rey tuvo que negociar directamente con los representantes remensas. Hubo payeses ricos que salieron muy favorecidos haciendo suyas masías despobladas y hubo otros campesinos pobres que vieron reafirmadas muchas de las cargas señoriales contra las que habían luchado. Algunos pensaron que fue ese descontento el que provocó el atentado que sufrió el rey en 1492 en Barcelona, mientras negociaba con los embajadores franceses la devolución del Rosellón y la Cerdaña. El 7 de diciembre, cuando intentaba subir a su caballo delante de las escaleras del Palau Reial, un remensa pobre, Joan de Canyamars, intentó degollarlo. La herida fue tan profunda que le partió una clavícula, pero el rey reaccionó y pudo evitar el acuchillamiento de su asesino a manos de sus acompañantes, quería saber si ese intento de asesinato respondía a una conspiración.

Interrogado y torturado, el payés confesó que su atentado había sido inspiración del Espíritu Santo y ejecutado por el demonio. Reconocida su demencia, el rey le perdonó pero el Consejo Real le condenó a muerte y fue descuartizado por la multitud. Aunque según Joan Amades la tradición catalana siempre consideró a Canyamars “un patriota que tuvo la valentía de reclamar al monarca el derecho mal adquirido, al mismo tiempo que, sintiéndose intérprete de la voluntad popular, intentó matarlo”.

Es innegable que la decisión del rey de arbitrar una solución al secular conflicto entre catalanes tuvo su cara y su cruz. Para una parte del campesinado supuso un progreso y para los señores una consolidación de muchos de sus derechos. Pero no pudo evitar dejar rencores a los que tuvo que enfrentarse en vida y hasta después de muerto, medió y salió esquilado. Es posible que la nula consideración de las autoridades nacionalistas actuales, hacia la conmemoración del quinto centenario de la muerte del rey, responda a esa imaginaria tradición antifernandina que recordó Amades. Aunque, más que por desprecio, quizás sea por ignorancia ese silencio.