Estimado licenciado:

Perdone que se lo diga, pero no me parece de muy buen gusto aprovechar una visita a su país de nuestro actual monarca, Felipe VI, para endilgarle una cartita en la que solicita a España que pida disculpas por los excesos cometidos durante la conquista. No son horas para salir, a estas alturas del curso, con las atrocidades que sus antepasados --ya que no los míos, que se quedaron en casa-- cometieron contra los pobladores originales de la zona; los cuales, por cierto, tampoco se distinguían por su tolerancia y su buena educación, pues sabe usted perfectamente que, en el México precolombino, aztecas y demás (mal llamados) indios vivían permanentemente a la greña y se masacraban mutuamente por el control del territorio. De acuerdo, los españoles optamos por matarlos a todos, pero tuvimos el detalle de mantener relaciones sexuales con sus mujeres --no siemprefranca consensuadas, todo hay que decirlo--, motivo por el que ahora México está lleno de gente con una cara de indio que tira de espaldas, mientras que, en la América del norte, sus equivalentes viven encerrados en reservas, dedicados al cuidado de ciertos casinos y al alcoholismo más recalcitrante. Y, por cierto, el desprecio al indígena sigue vigente en México, como pudimos comprobar hace poco cuando un actor del país mostró públicamente su enfado ante la nominación al Oscar de la protagonista de Roma, Yalitza Aparicio, a la que tildó de “pinche india”.

Como usted ya sabe, una conquista no es una excursión. Cuando cruzas un océano para expoliar y dominar a sus legítimos propietarios, sueles encontrar una lógica resistencia, a no ser que te toque Polinesia y te reciban con los brazos abiertos y ofreciéndote a la parienta para que pases un buen rato. Lo normal es encontrar resistencia. Y esa resistencia hay que controlarla como sea, especialmente en aquella época lejana en la que imperaba aún más que ahora la ley del más fuerte. El peculiar sentido del humor español dio origen al concepto de la espada y la cruz, que, como usted recordará, consistía en enviar a un cura a parlamentar con los indígenas y obrar en consecuencia: si lo recibían con amabilidad y se prestaban a un diálogo constructivo, miel sobre hojuelas; si, por el contrario, se comían al cura, matanza indiscriminada al canto y violaciones a cascoporro. Así funcionaban las cosas en aquellos tiempos, licenciado, y pedir ahora disculpas son ganas de enturbiar las buenas relaciones entre dos pueblos hermanos.

Puestos a disculparse, usted y todos los presidentes que le han precedido desde los tiempos de Emiliano Zapata podrían pedir excusas a sus compatriotas por haber cimentado un régimen corrupto e inseguro que no ha hecho gran cosa por acabar con el narcotráfico y que encabeza la lista mundial de políticos venales, ladrones, colaboradores con el narco y expertos en el arte de lucrarse a costa del dinero público. Francamente, no sé a qué achacar su exabrupto, pues tengo la impresión de que México se enfrenta a problemas más urgentes que las barrabasadas cometidas hace más de cinco siglos por una turba de presidiarios a los que se les daba a elegir entre el trullo y el imperio y de los que no se podía esperar mucho más de lo que hicieron: robar, matar y violar. Todo ello, eso sí, en nombre del rey y de la civilización occidental.

También los primeros pobladores blancos de Australia fueron galeotes de presidio británicos enviados al presidio de Parramatta y demás centros de reeducación y no veo que la primera ministra australiana se dedique a enviar cartas a la reina Isabel para exigirle disculpas por haber convertido su tierra en una colonia penal. Si los australianos encajan con dignidad el hecho de que el primero de cada estirpe era un facineroso, no sé yo por qué los mexicanos --exceptuando a los que, como usted, no provienen del sano mestizaje, ya que tienen una cara de español que no pueden con ella-- no podrían hacer lo mismo.

¡Pelillos a la mar, licenciado! Y a pensar un poquito más en el futuro, que buena falta nos hace a todos.