Convertir una película en una cuestión de (nación sin) Estado es deplorable, pero no sorprende a nadie que esté mínimamente familiarizado con el departamento de agitación y propaganda del independentismo catalán.
Si la pobre Carla Simón (Barcelona, 1986) no hubiese triunfado en el Festival de Berlín con su segundo largometraje, Alcarràs, los mismos que ahora la alaban estarían diciendo que no vamos a ninguna parte con películas casi documentales sobre una pandilla de palurdos de la Cataluña profunda y clamarían por un poco más de ambición por parte de los cineastas locales.
Salvando las distancias, el caso de la señora Simón recuerda el de Isabel Coixet cuando su Cosas que nunca te dije llamó poderosamente la atención en Berlín hace ya un montón de años. Isabel se había tenido que pagar la película de su bolsillo porque nadie quería producírsela, pero tras su paso por Berlín, los mismos que no se le ponían al teléfono cuando los necesitaba competían por ser el primero en haberse percatado de que la chica tenía talento.
Intuyo que cuando Carla Simón necesitaba ayuda para levantar Alcarràs, las posibles fuentes de financiación silbaban y miraban hacia otro lado. Supongo que le cayeron los cuatro euros que la Generalitat aporta para cualquier producto en catalán y para de contar. Como en el caso de Coixet, Berlín cambió para bien la vida profesional de Simón, aunque convirtiéndola, eso sí, en alguien utilizable por los políticos para levantar la moral de las tropas y apuntalar la fantasía de que la industria catalana del cine funciona como un reloj suizo y no avanza aún más por culpa de un Estado opresor que la ningunea y entorpece.
Que la señora Simón esté especializada en historias intimistas que tocan la fibra sensible de la gente es un detalle menor ante las posibilidades de grandeur (o farfolla) que ofrece el éxito berlinés, equivalente a la proverbial pica en Flandes. Inmediatamente, un logro personal se convierte en un triunfo nacional, y TV3 se encarga de recordarles a los ciudadanos constantemente que si no van a ver la película estarán cometiendo prácticamente un delito de traición a la patria.
Una vez se ha convertido una obra personal en un fenómeno colectivo, todo el mundo se cree con derecho a opinar al respecto. Ejemplo: las quejas por el hecho de que en algunos cines de Barcelona se proyecte Alcarràs con subtítulos en castellano. Se indigna Joel Joan (previsible). Se rasga las vestiduras en Twitter Héctor López Bofill (no menos previsible en su sensación de humillación como ciudadano de un país ocupado, pues estamos ante un miembro honorario de la Brigada Ponsatí, pandilla de energúmenos que, desde la tranquilidad pequeñoburguesa de sus existencias, claman por una independencia que hay conseguir a cualquier precio, aunque se derrame la sangre de los demás). El diario subvencionado Vilaweb facilita una lista de cines en los que se puede ver Alcarràs sin los infamantes subtítulos en español, que tal vez podrían dañar irreversiblemente la vista de los espectadores patrióticos.
Gracias al éxito en Berlín, Alcarràs, que no es una película fácil ni comercial, está haciendo unas taquillas muy dignas en Cataluña y en el conjunto de España. Su autora merece todas las felicitaciones habidas y por haber, pero las merece a título personal, como Coixet hace años, cuando se empeñó en tirar adelante un proyecto en el que nadie creía hasta que funcionó por sus propios medios.
Convertir Alcarràs en el buque insignia de una industria francamente precaria en la que la administración solo cree cuando le conviene es una muestra de hipocresía y oportunismo que no por esperada resulta menos lamentable. Everybody loves a winner, dicen los anglosajones.
Y no puedo dejar de pensar que, si Alcarràs llega a pasar desapercibida en Berlín, los políticos que ahora jalean a su autora pasarían de ella como de la peste en vez de agarrarse a su película con esa mezcla tan cutre de orgullo injustificado y simple desesperación ante lo que, insisto, es un triunfo personal que se intenta disfrazar de éxito colectivo.