Conservo desde mi infancia expresiones que se utilizaban en casa y que han caído prácticamente en desuso, aunque resultan especialmente pertinentes para los actuales héroes de la república que no existe, idiotas. A quien disfrutaba de una situación social inmerecida tras años de grisura existencial, mi padre se refería como piojo resucitado. Ante las exigencias de esa clase de gente, mi progenitor decretaba que hasta los gatos quieren zapatos. Yo diría que Puigdemont y su vicario son sendos piojos resucitados. Antes de llegar a la cima --si así se le puede llamar a su actual posición social-- eran dos mindundis: el uno había hecho toda su carrera periodística en medios financiados por el erario público, llegando a alcalde de Gerona como el botones de la Caixa que, tras muchos años de esfuerzo y servilismo, consigue que lo pongan al frente de una sucursal de pueblo; el otro trabajó para una farmacéutica, escribió textos racistas, fue premiado con la custodia de los santos pedruscos del Born y acabó de presidente subrogado porque el original se había dado el piro de España metido en el maletero de un coche. Uno y otro, además, llegaron a lo más alto de su, digamos, carrera política a dedo, ya fuese el del Astut o el del golpista en jefe.

En sus cargos actuales, tanto Puchi como Torra se portan como genuinos piojos resucitados, basándose en una autoestima desquiciada que los lleva a practicar una megalomanía ridícula. Hasta los gatos quieren zapatos: Puchi cuenta en Waterloo con la protección de 14 Mossos d'Esquadra libres de servicio que le envía el conseller Buch sin que el gobierno español tome cartas en el asunto, como si el magnicidio fuese un riesgo real para un político tan insignificante como él; Torra se inventa una guardia pretoriana porque sí, porque él lo vale, aunque en el improbable caso de llegar a las manos con la policía española, poco podrán hacer 71 agentes. Ambos parecen haberse convencido de interpretar un papel fundamental en la historia de Cataluña y nadie de los suyos se muestra dispuesto a sacarles del error. Entre los dos, que van juntos y por libre, hacen y deshacen en el nacionalismo catalán con un tono caudillista que nadie, de momento, se atreve a desautorizar. Convergència --o como se llame ahora-- se les ha quedado pequeña: el fugitivo y su suplente necesitan un partido nuevo a su imagen y semejanza. Rodeados por una pandilla de sicofantes a sueldo --como los abogados Boye, Cuevillas o Emmerson-- interpretan la realidad como mejor les conviene. De esta manera, Torra se ve de presidente eterno de la Generalitat (o, ya puestos, de primer presidente de la república catalana) y Puchi se dispone a ocupar un escaño en el Parlamento europeo como si no fuese un fugitivo de la justicia que, tarde o temprano, acabará entre rejas. Que las mentiras piadosas de los abogados nos cuesten un riñón a los contribuyentes --se habla de una minuta de 2.000 euros diarios en el caso de Emmerson, y tampoco creo que el exterrorista y el exultramontano salgan baratos-- es algo que tiene sin cuidado a los piojos resucitados, a los gatos que quieren zapatos. Ya puestos, podrían empezar a sobornar al jurado del premio Nobel, como lo han hecho con políticos, profesores universitarios y leguleyos británicos, en vistas a trabajarse el Nobel de la Paz. The sky is the limit!, que dicen los gringos.