Cuesta mantener el sentido del humor en la recta final del procesismo, pero hay que intentarlo. Fijémonos en Antonio Banderas, que ha dicho en voz alta algo que ya pensábamos muchos, que este remake de la charlotada de Companys en 1934 tiene un punto a lo Berlanga. Es decir, que, bajo tanta épica, tanta proclama y tanto berrido del colectivo de humillados y ofendidos, asoma la demoledora imagen del ridículo. En mi barrio, las esteladas más grandes se ubican en las terrazas de los áticos de la Rambla de Catalunya; intuyo que sus felices propietarios también han izado la bandera de la neopatria en sus mansiones del Ampurdán y la Cerdaña. Por el contrario, en los barrios churrosos donde habitan los opresores no se ven banderas de ninguna clase, tal vez porque sus inquilinos tienen cosas más importantes de las que preocuparse que la independencia de Cataluña, como comer un par de veces al día y llegar dignamente a fin de mes.
Si hemos de hacer caso a la heroica Montserrat Carulla --cuya oposición al franquismo fue, como todos sabemos, de un arrojo rayano en la temeridad--, toda esa chusma de las barriadas no llegó a Cataluña para comer caliente, sino para eliminarnos como pueblo. En tal caso, convendrán conmigo que Franco no se portó muy bien con ellos y que Cataluña es el único país ocupado del mundo en el que los oprimidos viven como Dios y los opresores sufren unas vidas de mierda.
Cataluña es el único país ocupado del mundo en el que los oprimidos viven como Dios y los opresores sufren unas vidas de mierda
Ahí tenemos, sin ir más lejos, el punto de partida de una película como las de Berlanga y Azcona. Y hay más elementos cómicos a considerar: el hecho de que una comunidad vuelva a meter la pata a los 84 años de la última salida de pata de banco sin pararse a recordar ni por un momento cómo acabó aquella; unas masas que se pasan el día cantando el himno nacional o L'estaca y que creen que las revoluciones las hacen los burgueses, no los desesperados que no tienen nada que perder; un Estado central que contribuye al esperpento encerrando a sus fuerzas policiales en un barco decorado con Piolín y el Correcaminos, permitiendo así a los nacionalistas, que se lo pasan bomba con el navío, hacerse la ilusión de que andan sobrados de sentido del humor; conspicuos héroes de la independencia que se atiborran a gin tonics a veinte pavos la unidad en el bar de uno de los hoteles más caros de Barcelona; cientos de oportunistas que, como el Alberto Sordi de El arte de apañarse, sobreactúan en su orgullo nacional para congraciarse con el poder local (cuidado con a quién le hacéis la pelota, chavales, que igual acaba en el trullo y no puede premiaros como merecéis)...
Mientras no haya muertos, el tono berlanguiano podrá mantenerse con mayor o menor esfuerzo. Los hubo en 1934 y la bufonada derivó en tragedia. Los géneros tienen reglas muy estrictas y, como decía mi difunto amigo Pepón Coromina, productor cinematográfico, "una película con un muerto es diferente a una sin muertos". Debería tenerlo presente el hacendado Salellas cuando les pide a los Mossos d'Esquadra ue desobedezcan y se sumen a la revolución, que, por cierto, y como muy bien saben Serrat y cualquiera que no practique la adhesión inquebrantable a los principios fundamentales del movimiento, hace tiempo que ha pasado de las sonrisas a los insultos y las amenazas. Aunque todo en un ambiente festivo, claro está, porque aquí y ahora, si hemos de hacer caso a TV3, hasta el odio es festivo.